Cada cicatriz en su cuerpo era un recordatorio de los duros tratos de su familia y de cada guerra que había tenido que enfrentar. El príncipe de cabellos dorados tenía la costumbre de observar al mundo humano por pura curiosidad. Siempre que lo hacía, en sus ojos brillaba una chispa distinta: una mezcla de fascinación y desdén. Le encantaba contemplar cómo aquellos seres, tan frágiles e insignificantes, se proclamaban puros, cuando en realidad muchos tenían el alma más corrompida que la de un demonio guerrero.
Aquella tarde, miraba la tierra con un tedio habitual, sin esperar encontrar nada digno de su atención. Sin embargo, sus ojos captaron una imagen curiosa: la silueta de una joven de cabello carmín, tan intenso que parecía una cascada de fuego derramándose sobre sus hombros. Sus ojos, de un azul profundo, brillaban como diamantes en la corona de la emperatriz celestial. Había en ella algo diferente, un aura pura y un corazón noble, a pesar de que su alma estaba teñida por la tristeza y una amarga decepción hacia la vida.
El príncipe la observaba con creciente interés mientras aquella joven corría por las oscuras y angostas calles de Londres. Sombras densas, tan negras como las nubes de tormenta, la perseguían con fiereza. Y entonces, ocurrió algo inesperado: la chica dejó de huir.
Con una delicadeza mortal, adoptó una postura de guardia y desenfundó una daga. Sus movimientos eran tan elegantes que, a los ojos del príncipe, parecían una danza letal. Cada estocada, cada giro, se transformaba en una coreografía hipnótica que convertía la violencia en arte. Su cabello carmín ondeaba como lenguas de fuego, y sus ojos azules destellaban una frialdad capaz de estremecer incluso a un demonio.
Por primera vez en mucho tiempo, el príncipe experimentó algo que no conocía: un leve sudor frío recorrió su espalda, provocado por la mirada helada de aquella pequeña humana que, en medio de la oscuridad, parecía una diosa guerrera.