La peli escarlata seguía corriendo por aquellas calles empapadas de sombras. La lluvia, densa y fría, caía en cortinas oblicuas, golpeando su piel como agujas de cristal. Cada gota parecía querer marcarla, recordarle que no había salida, que todo lo que huía de ella la alcanzaría tarde o temprano.
Elise sabía que no podría escapar eternamente. Aquello que la perseguía no era de carne, no era de hueso; no se fatigaba, no se detenía. Era una criatura que habitaba los límites del mundo visible, siempre a su espalda, respirando con un silencio insoportable.
Su pecho se apretaba con un dolor creciente. La sangre hervía, como si cada latido la encadenara más al abismo. Cerró los ojos un instante, buscando un respiro, y en la penumbra de sus párpados sintió el mundo detenerse. Las gotas golpeaban el suelo con un ritmo constante, como un tambor que marcaba su destino.
Elise inspiró profundamente. El aire helado desgarró sus pulmones, pero su corazón respondió marcando un compás extraño: firme, casi elegante. Y en medio de aquel pánico, su cuerpo reaccionó con algo inesperado: comenzó a tararear.
El sonido era frágil, un murmullo apenas audible, pero se entrelazó con su respiración y con los golpes de la lluvia. Sus pies se alzaron sobre la punta de los botines y, como arrastrada por un impulso primitivo, empezó a danzar bajo la tormenta.
Giraba, saltaba, giraba de nuevo. Cada pirueta era una súplica, un desafío. De los botines brotaron pequeñas cuchillas ocultas que brillaban como relámpagos en la penumbra. La danza se volvió un arma. Su fragilidad se transformaba en un espectáculo hipnótico, como si desafiara al mismo miedo que intentaba consumirla.
Y allí, en el borde de lo real, la criatura la observaba.
Al principio era solo una sombra, un temblor en la lluvia, una figura imposible de definir. Pero poco a poco, conforme ella giraba, los contornos comenzaron a revelarse. Ojos múltiples, amarillos, que no parpadeaban jamás. Brazos que no eran brazos, sino prolongaciones líquidas que se deshacían y volvían a formarse. Un cuerpo que no tenía forma fija, hecho de humo, de agua, de oscuridad. Era como si todo lo que ella temía hubiera tomado consistencia.
La criatura era hambre y juicio.
La criatura era testigo y verdugo.
La criatura la había seguido desde antes de nacer.
Elise lo sabía. Siempre lo había sabido. Desde el vientre materno había sentido esas auras espectrales, susurros que se filtraban en sus sueños de niña, figuras que acechaban en los espejos y en los rincones más oscuros de su cuarto. Y siempre estuvo sola. Su madre la había rechazado desde el principio, había intentado negarla, arrancarla del mundo antes de que respirara. La juventud de su madre valía más que el vacío que Elise traería. Y sin embargo, ahí estaba: viva, marcada, perseguida.
Elise se detuvo en seco, su respiración un jadeo entrecortado. Alzó la vista hacia el cielo. Las nubes negras cubrían la luna como un velo funerario, pero a través de la tormenta, una claridad extraña iluminó la criatura.
El ser avanzó, y cada paso parecía deformar el suelo. Donde tocaba, la lluvia se detenía, como si el agua misma temiera rozarlo.
—¿Qué eres...? —susurró Elise, apenas con un hilo de voz.
La criatura no respondió con palabras. Se inclinó hacia ella, y en su mente estalló una avalancha de voces, como si miles de gargantas hablaran a la vez:
"Somos lo que siempre has sentido. Somos la mirada de tu madre al aborrecerte. Somos la culpa que te arrojó al mundo. Somos los que vigilan, los que juzgan, los que se alimentan de los vacíos de los mortales. Tú eres nuestra desde antes del primer aliento."
Elise tembló, pero no retrocedió. El miedo ardía en su sangre, pero algo más lo acompañaba: una rabia latente, una chispa de resistencia.
—No... —murmuró, alzando los brazos, tarareando con más fuerza—. No soy de nadie.
Giró una vez más, más alto, más rápido, y las cuchillas de sus botines trazaron un círculo brillante en el aire. La criatura rugió, un rugido que no era sonido sino temblor en el alma.
Elise sabía que no podía vencerla esa noche. Pero también supo que ese encuentro no era el final: era el inicio. La danza sería su arma, su cuerpo su resistencia, su vida su condena y su desafío.
La criatura retrocedió apenas, como intrigada, como si jugara con ella. Porque no buscaba devorarla todavía. No. Quería verla luchar. Quería verla romperse. Y esa promesa era más aterradora que la muerte.