La lluvia había amainado, pero en el aire quedaba suspendido un frío extraño, un silencio denso que no era natural. Las calles, antes vibrantes con el repiqueteo del agua, ahora se sentían muertas, como si todo sonido hubiera sido devorado por la presencia de aquello que la perseguía. Elise, con las mejillas húmedas y los botines aún brillando con cuchillas recién nacidas, se quedó quieta en medio de la plaza vacía.
Su pecho subía y bajaba con dificultad. Sus manos temblaban, pero no de cansancio: algo dentro de ella palpitaba con violencia. Cada paso, cada giro que había dado antes no había sido simple defensa; había sido un despertar. La danza era más que movimiento, era un lenguaje que su cuerpo siempre había conocido pero que hasta ahora no se había atrevido a pronunciar.
El silencio se quebró.
De la bruma que cubría la plaza, emergió una silueta oscura. Primero unos ojos, rojos como brasas ahogadas. Luego un contorno humano, distorsionado, alargado, envuelto en sombras que parecían respirar. Caminaba lento, cada paso marcaba un crujido en el suelo empapado.
—Por fin dejas de correr... —dijo la criatura, y su voz reverberó como si hablara desde todos los rincones a la vez.
Elise sintió un estremecimiento que no pudo disimular. Esa voz... no era la de un extraño. Era un eco, un susurro que reconocía de alguna parte. Quizás de sus sueños, o de los lamentos de su madre cuando pensaba que estaba sola.
—¿Quién eres? —preguntó, la voz le salió más firme de lo que esperaba, aunque por dentro sus entrañas ardían de miedo.
La criatura se inclinó levemente, mostrando un rostro incompleto. Sus rasgos se retorcían entre lo humano y lo espectral: una boca demasiado amplia, ojos que parecían pozos sin fondo y una piel que cambiaba como humo.
—Soy aquello que temiste desde que abriste los ojos al mundo. Soy la sombra que tu madre sintió moverse en su vientre... la razón por la cual nunca pudo mirarte sin rencor. Soy tu herencia, Elise.
Un escalofrío le recorrió la espalda. Aquellas palabras no eran invención. Eran verdad. Recordó el rechazo de su madre, la frialdad con la que la había criado, las veces en que sus intentos de cariño fueron recibidos con silencio o rabia. Todo cobraba sentido. Ella no era un error: era un peso, una marca, una semilla que nunca debió florecer.
La criatura dio un paso más. Las sombras a su alrededor se extendieron como raíces negras, buscando alcanzarla.
—¿Por qué crees que has sobrevivido tantas veces? ¿Por qué tus pasos mueven más que aire y agua? Porque yo estoy en ti. No eres como los demás. No eres una simple mortal. Eres mi legado.
Elise retrocedió, los ojos abiertos de par en par, su respiración cortada. Las palabras eran veneno, pero también verdad. La confusión la desgarraba: ¿quién era realmente? ¿Qué sangre corría por sus venas?
Cerró los ojos.
La lluvia aún caía, ligera, sobre su piel. El sonido de cada gota en el suelo le marcaba un ritmo. Su corazón golpeaba en el mismo compás, fuerte, elegante, poderoso. Recordó cómo minutos antes había bailado sin pensar, y cómo el suelo había vibrado bajo sus pies. La danza no era un capricho, era su voz, su fuerza. Era su don.
Volvió a abrir los ojos, y esta vez no retrocedió.
—No necesito tu legado —susurró con un filo inesperado—. Tengo el mío propio.
Se puso de puntillas, y sus botines brillaron. Con cada giro, las cuchillas destellaron como si la tormenta aún viviera en ellas. Y cuando saltó, el aire mismo pareció apartarse, creando un vacío que cortó las sombras.
La criatura rió, una carcajada que mezclaba burla y admiración.
—Eres como ellos... como todos los mortales que creen que pueden escapar de lo que son. Pero tú, Elise, eres diferente. Algún día volverás a mí.
Elise giró, sus pasos trazando un círculo perfecto en el suelo húmedo. Cada pisada dejaba una estela luminosa, un contraste contra la oscuridad. Y por primera vez, el ser retrocedió, como si sus propias sombras dudaran.
—Si soy tu herencia —dijo Elise, con el pecho erguido, el rostro húmedo por la lluvia y las lágrimas—, entonces también soy tu condena.
Un viento helado sacudió la plaza. La criatura se desvaneció entre la niebla, dejando un susurro flotando en el aire:
—Baila, pequeña... baila todo lo que quieras. El final siempre será mío.
Elise quedó sola, con el corazón ardiendo y las piernas temblando. Pero algo había cambiado. Ya no era solo una presa. Había sentido el poder correr por sus venas. Había enfrentado el rostro de la oscuridad. Y aunque el miedo aún la acompañaba, también lo hacía una certeza nueva: había nacido para algo más grande.