El susurro de las rosas y sombras

Capítulo VI: Herencia de sombras,

La lluvia no era lluvia común aquella noche; era un velo espeso que caía como si el cielo estuviera desangrándose sobre las calles de Londres. Cada gota descendía pesada, helada, clavándose en la piel de Elise como alfileres. El aire mismo parecía endurecido, una sustancia viscosa que costaba respirar, y cada inhalación era fuego dentro de sus pulmones. Los botines de punta fina golpeaban el empedrado con un eco metálico, tambor de guerra que se confundía con el rugido lejano de la tormenta. Corría. Corría sin mirar atrás, pero sus movimientos habían dejado de ser huida. Algo en ella había cambiado. Los pasos no eran pasos: eran giros, eran saltos, eran trazos invisibles que dibujaban símbolos en el aire. Era danza. La certeza de que su cuerpo, incluso en el límite, respondía a una música que no sonaba fuera, sino dentro de su sangre. Ya no era el miedo lo que la impulsaba, era el despertar de un lenguaje secreto que había habitado en su carne desde siempre, aguardando el momento de pronunciarse.

Las calles se cerraban a su paso, como si la ciudad misma conspirara para atraparla. Los faroles de aceite titilaban como corazones moribundos, proyectando sombras alargadas que se confundían con aquellas criaturas que la perseguían: fragmentos de noche arrancados de su centro, con torsos torcidos, brazos demasiado largos, rostros devorados por bocas abiertas como abismos. Elise giraba entre ellos, y en cada movimiento el suelo vibraba bajo su cuerpo. No era huida: era un compás que desgarraba la oscuridad.

De pronto, el aguacero se quebró, dejando solo un rocío tenue. El silencio descendió pesado, denso, antinatural. Elise se detuvo en medio de la plaza vacía, el corazón golpeándole en el pecho como un tambor vivo. Sus botines, aún brillando con cuchillas de agua y relámpago, temblaban contra las piedras. Su cuerpo entero era un nudo de miedo y fuego. Había bailado. Había sentido algo más allá de ella, algo que no pertenecía ni a la lluvia ni al miedo. Y en ese momento supo que no era defensa, era revelación.

El silencio se desgarró como un paño húmedo. De la bruma emergió una figura. Primero los ojos: rojos, ahogados, brasas sofocadas que aún ardían. Después un contorno humano, pero alargado, distorsionado, envuelto en sombras que se movían como si respiraran. Caminaba lento, cada paso crujía en el suelo empapado.

—Por fin dejas de correr —murmuró la criatura, su voz reverberando en todos los rincones a la vez, como si la ciudad misma hablara con ella.

Elise se estremeció. Esa voz no era extraña. No pertenecía a un desconocido. Era un eco, un susurro que reconocía de alguna parte: de sus sueños más turbios, o de las noches en que su madre, creyéndola dormida, lloraba en soledad.

—¿Quién eres? —preguntó. Su voz le salió firme, aunque por dentro las entrañas ardían de miedo.

La criatura inclinó el cuerpo, y en la penumbra mostró un rostro incompleto, hecho de humo y carne. Rasgos humanos deformados: una boca demasiado amplia, ojos sin fondo, piel que cambiaba como bruma en movimiento.

—Soy aquello que temiste desde que abriste los ojos al mundo. Soy la sombra que tu madre sintió moverse en su vientre… la razón por la cual nunca pudo mirarte sin rencor. Soy tu herencia, Elise.

Un escalofrío la recorrió entera. No eran mentiras. Eran verdades arrancadas de la memoria. Recordó los ojos fríos de su madre, el rechazo constante, las veces en que sus intentos de abrazarla fueron recibidos con silencio o rabia. Recordó las noches en que la escuchó llorar, murmurando palabras que nunca olvidó: “Nunca debiste existir. No puedo amarte.” Y comprendió. Su madre no había sido cruel por cansancio o dureza, había sido víctima del terror que ella misma representaba. Había sentido a esa sombra en su vientre antes de darla a luz, había sabido desde entonces que no era hija, sino marca, peso, maldición.

Elise retrocedió, los ojos abiertos de par en par, la respiración quebrada. El mundo se tambaleaba bajo sus pies. Todo lo que había sospechado se revelaba ahora en una claridad insoportable.

La criatura avanzó, extendiendo raíces de sombra que reptaban sobre las piedras, buscándola como manos.

—¿Por qué crees que has sobrevivido tantas veces? —tronó la voz—. ¿Por qué tus pasos mueven más que aire y agua? Porque yo estoy en ti. No eres mortal. Eres mi legado.

Elise sintió que las lágrimas le ardían. Las palabras eran veneno, pero también verdad. Lo había sabido, lo había sentido en cada rechazo materno, en cada abrazo que nunca llegó. Su madre no pudo amarla porque la sombra la había marcado antes de nacer. Esa certeza era un cuchillo hundiéndose en la niña que aún habitaba en ella, aquella que había esperado por años un gesto de ternura que nunca llegó.

Cerró los ojos, y entonces escuchó el ritmo de la lluvia contra el suelo. Cada gota era un compás, cada golpe una nota. Su corazón latía en la misma cadencia, fuerte, obstinado, como si se negara a rendirse. Recordó cómo el suelo había vibrado bajo sus giros, cómo el aire mismo había cedido a su salto. Esa era su voz, su fuerza, su don. No la criatura. No su madre. Ella.

Abrió los ojos, y ya no retrocedió.

—No necesito tu legado —susurró, con filo inesperado—. Tengo el mío propio.

Se alzó en puntillas. Sus botines brillaron como espejos de tormenta. Giró, y las cuchillas destellaron, cortando la bruma. Saltó, y el aire se apartó, creando un vacío que desgarró las sombras.

La criatura rió, un estruendo de burla y admiración.

—Eres como tu madre… cuando intentaba resistirme. Bailaba en silencio, lloraba en la oscuridad. Pero al final se rindió. Tú también lo harás. Algún día volverás a mí.

Elise trazó un círculo perfecto con sus pasos. Cada pisada era una estela luminosa contra la oscuridad. Y por primera vez, la criatura retrocedió, como si sus propias sombras dudaran.

—Si soy tu herencia —dijo Elise con la voz quebrada de lágrimas y lluvia—, entonces también soy tu condena.



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En el texto hay: gotico, romance, darkfantasy

Editado: 27.12.2025

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