El susurro de las rosas y sombras

Capitulo 7: Los ecos de mi madre

apítulo VII: Los ecos que dejó mi madre

La lluvia se había detenido, pero la humedad seguía suspendida en el aire como un peso invisible que se aferraba a la piel. Elise caminaba por calles que parecían haber olvidado la vida, calles que respiraban con ella en un silencio demasiado denso, demasiado consciente. El eco de la criatura aún palpitaba en sus huesos. Soy la sombra que tu madre sintió moverse en su vientre… la razón por la cual nunca pudo mirarte sin rencor. Cada palabra era un clavo hundido en la memoria, un eco imposible de arrancar.

No podía apartar la imagen de su madre, esos ojos que nunca la habían mirado con ternura, esos labios que jamás supieron pronunciar palabras de consuelo. Ahora lo entendía: no había sido simple frialdad, no había sido crueldad gratuita. Había sido miedo. El miedo de una mujer que llevó en su cuerpo no solo a una hija, sino a la sombra que la reclamaba desde el principio. Esa revelación la desgarraba más que cualquier amenaza de la criatura. No era el monstruo lo que le partía el alma, era su madre, sus lágrimas ahogadas, sus susurros nocturnos de arrepentimiento que ella había escuchado tantas veces fingiendo dormir.

Elise caminó hasta darse cuenta de que sus pasos la llevaban hacia la vieja casa que había jurado no volver a pisar jamás. La reconoció de inmediato: la fachada húmeda, la madera carcomida, las ventanas cerradas como ojos exhaustos. Sintió un estremecimiento recorrerla de pies a cabeza, pero no retrocedió. Sabía que en aquel lugar estaban las respuestas que necesitaba, los fragmentos de verdad que su madre había dejado atrás. El portón chirrió con un gemido que parecía quejarse de su regreso, y cuando lo empujó, el aire que escapó desde dentro tenía el olor de un ataúd abierto.

Entró despacio, dejando que la penumbra la envolviera. Todo seguía igual y, sin embargo, distinto. El polvo cubría cada superficie, pero los objetos seguían en el mismo sitio de siempre: una muñeca sin brazo olvidada en un rincón, la cortina deshilachada que aún pendía como jirón de un recuerdo, las marcas en la pared donde alguna vez midieron su estatura año tras año. Cada detalle era una herida que no cerraba, un recordatorio de la niña que había habitado allí, buscando un gesto que nunca llegó. Elise avanzó como si caminara entre fantasmas.

Al fondo estaba la puerta del cuarto de su madre. La misma que había evitado toda su infancia, la misma que siempre le había estado prohibida. Cada vez que intentaba cruzarla, una mirada de acero la detenía. Ahora esa barrera ya no existía. Colocó la mano sobre el picaporte y, por un instante, el corazón le latió tan fuerte que creyó que la madera también lo oía. Abrió la puerta, y un aire frío le golpeó el rostro.

El cuarto estaba intacto, como si el tiempo hubiera decidido detenerse allí. El perfume viejo de su madre aún flotaba, mezclado con humedad. Los muebles se erguían como sombras cansadas. Sobre la mesa había un cofre pequeño, cubierto por una cinta raída. Elise lo tomó con manos temblorosas y la desató. Dentro encontró papeles amarillentos, cartas, fragmentos de diario. La letra era reconocible: la de su madre. Cada frase era una puñalada.

"No puedo mirarla sin sentir que algo me observa desde dentro. Cuando llora, siento que no es ella quien grita, sino alguien más."

"He intentado amarla. Dios sabe que lo intenté. Pero sus ojos… en ellos veo la sombra que se movía en mi vientre. Nunca me deja en paz."

"Si algún día llega a leer esto… ojalá entienda que no la odiaba. Odiaba lo que habitaba en ella."

Las lágrimas nublaron la vista de Elise. Las páginas se manchaban de gotas nuevas, como si continuaran las que ya habían caído allí años atrás. No había odio en aquellas palabras, no del todo. Había terror, había desesperación, había una culpa insoportable. Su madre había sido prisionera de la misma sombra que ahora reclamaba a Elise. Había llorado no porque despreciara a su hija, sino porque nunca pudo verla sin ver también al monstruo. Elise cerró los ojos con fuerza, abrazando aquellas páginas contra su pecho.

El silencio del cuarto se quebró con un crujido. En un rincón, cubierto por una tela negra, encontró un espejo. Lo destapó y la superficie devolvió su reflejo: pálido, con lágrimas resbalando, con los ojos encendidos de un dolor antiguo. Pero por un instante vio algo más: dos brasas rojas que no eran suyas, mirándola desde dentro del cristal. Dio un paso atrás con un grito ahogado, y entonces escuchó, como un susurro débil nacido de las grietas del vidrio, la voz de su madre: “Perdóname.”

Elise se acercó otra vez, apoyó la frente contra el espejo frío, y habló entre sollozos.

—No hay nada que perdonar… no pudiste amarme, pero aún así me diste la vida. Y yo… yo debo cargar con ella.

El reflejo la devolvió distinta. Ya no era la niña abandonada, sino la joven que había bailado contra la sombra. La herida seguía abierta, pero en ella ardía también una certeza nueva: podía convertir ese dolor en fuerza. Podía transformar el miedo en danza.

Volvió a tomar el cofre, lo cerró con cuidado y lo sostuvo contra el pecho como quien guarda un corazón prestado. Cuando salió del cuarto, la casa entera suspiró, como si se liberara con ella. Escuchó pasos que no existían, voces que no estaban, ecos de un pasado que por fin se atrevía a mirar de frente. Avanzó hacia la puerta, y antes de cruzar el umbral se volvió una última vez. La penumbra le devolvió solo silencio, pero en su interior resonaban aún las palabras escritas por su madre.

"No te odiaba… odiaba lo que llevabas dentro."

Elise apretó el cofre con fuerza. Sí, era herencia de sombras. Pero también podía ser condena de sombras. Lo había dicho a la criatura y lo repetía ahora, como un juramento que se inscribía en su sangre. Si había nacido marcada, si su madre había sufrido por traerla al mundo, entonces usaría esa marca como arma. Su danza sería fuego contra la oscuridad.



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En el texto hay: gotico, romance, darkfantasy

Editado: 07.10.2025

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