La espina seguía adentro.
Elise no se atrevió a sacarla. Era una astilla de oro oscuro que ardía como si hubiera nacido del mismo metal de las campanas malditas. La sangre, templada al principio, se enfrió en su piel y dejó una línea que parecía firmada por alguien más. La rosa, vencida, colgaba de su puño como un secreto marchito. No había viento; apenas el rumor de una casa que respiraba por rendijas, que murmuraba con los tablones viejos, el polvo inmóvil y el olor al hierro nuevo de su sangre.
Entonces la visión, todavía húmeda, terminó de cerrarse alrededor de su cráneo. No era un recuerdo, no exactamente: era un cuarto dentro de ella donde su madre lloraba sin ojos, con la boca apenas abierta para pedir amor como quien pide agua en una sequía que ya no tiene nombre. “No me dejes… no me dejes, Elise”, decía la figura en el borde del sueño, pero su voz no era aire: era ceniza que se pegaba a la lengua. Y por debajo, como un hilo invisible atando trapos a un cuerpo roto, latía el eco de un nombre que no quería pronunciar. Seraphiel. No aparecía; pero su ausencia era un cuchillo apoyado sobre la mesa.
Elise respiró hondo. La espina ardió.
La casa, la casa sin ventanas completas, con marcos que parecían pestañas cosidas, se cerró un poco más a su alrededor. Cruzó el recibidor —¿o era una nave sin altar?— y se detuvo frente a una pared de cal húmeda, diseñada por el silencio para disuadir. Allí, la sombra de una escalera subía con el carácter de una promesa enferma. Mientras pisaba el primer peldaño, el recuerdo le mordió el tobillo: el temblor de su madre al peinarle el cabello cuando era niña, el peine arrastrándose y enredándose en rizos que olían a jabón barato y a patio con hojas. Un peine que, ahora caía desde el pasado y sonaba al rebotar en la madera como un hueso delgado.
Elise recogió aquel sonido del suelo vacío y siguió subiendo.
Cada peldaño tenía una grieta como una sonrisa rota. En la mitad, la casa se estremeció como si recordara con ella; un latigazo de polvo descendió del techo y, entre ese murmullo, oyó el llanto pausado de alguien que ya había llorado demasiado. Su madre, otra vez, la miró desde el otro lado de una puerta que no existía. “Yo nunca te supe sostener”, decía. “Me enseñaron a prometer, no a amar”. Casi pudo sentir el peso de esas palabras posándose sobre su hombro izquierdo, allí donde solía apoyar la cabeza cuando fingía dormir para que su madre la besara en la frente.
Al final de la escalera, un corredor se abría en diagonal, como si la casa hubiera sido empujada por una mano enorme y malhumorada. Había tres puertas: la primera lloraba pintura; la segunda tenía clavada una cruz sin Cristo; la tercera estaba cerrada con una hilera de pétalos pegados con aceite viejo. Sin saber por qué, supo que era esa. Estiró la mano herida, y los pétalos —¿eran pétalos, realmente?— vibraron como si fueran insectos adormecidos. Empujó. La bisagra se quejó con un ruido que se sentía en las muelas.
Dentro, la penumbra no era un color: era un clima. Al fondo, una mesa baja, una lámpara sin luz, y una caja. La caja estaba cubierta por un encaje de funeraria —le llamó así su mente para poder odiarla sin miedo—, y encima, una flor masticada por las horas. Elise caminó despacio. Cada paso era una campanada húmeda que solo ella oía. La espina, la espina, la espina. Nada más.
Cuando tocó la caja, el encaje se deshizo como si hubiese estado esperando su piel. La tapa tenía un cierre oxidado que no era de metal sino de intención: una intención vieja, casi maternal, torpe y feroz. Se forzó a respirar por la boca. Podía oler ese perfume de lavanda diluida, de ropa guardada demasiados inviernos. Podía oler, también, la tristeza seca de un cuarto que aprendió a ser frío para no escuchar a los que sufren.
Abrió.
Dentro encontró un diario. No era grande: más bien parecía cosido con prisas, con hilo negro pasado dos veces por cada pliegue, como si la persona que lo hizo no quisiera que nada se escapara. La tapa, de un cuero pálido, estaba marcada por un símbolo que ella conocía sin querer: un círculo roto por una rosa cuyo tallo regresaba a morderse la cola. Sus dedos temblaron. La sangre del pulgar dejó una media luna roja en el borde.
Se sentó en el suelo, a su lado. No confió en la mesa; olía a promesa rota y a pan mohoso. Hizo un nido con sus rodillas y colocó el diario en el centro. La primera página no decía nada más que una fecha muerta. La segunda venía con una letra apretada, como si las palabras se hubieran sentido culpables de existir. “No sé si esto me salvará, pero sé que el silencio me ha estado matando”, leyó con la respiración alta. Reconoció la caligrafía. No por la forma, sino por la torpeza querida. Su madre escribía así: como quien cose con dedos en carne viva.
Siguió.
“Me dijeron que un ángel escucha. No el que te enseñan de niña, de las estampitas, sino uno que baja a la hora precisa en la que el dolor no sabe poner su rodilla en el piso. No le vi el rostro, porque no tenía rostro. Tenía la promesa. Promesa de descanso, promesa de destino, promesa de que mi hija no tendría mis hambres. ‘Todo lo que erres en amor, yo lo corregiré con destino’, dijo, y su voz fue una tela que me tapó los oídos desde adentro.”
Elise parpadeó. Sintió que la espina giraba un milímetro. No dolió más: dolió mejor. Sostuvo el diario con ambas manos para que el temblor no convirtiera las letras en peces. La habitación pareció inclinarse, como un barco viejo que aún no decide si se hundirá. El techo, por un instante, pesó menos; fue solo un hueso de ballena suspendido sobre su cabeza.
Pasó de página.
“Yo no sabía amar, hija. No me lo perdones. Hay cosas que no se perdonan porque nunca terminan. Cuando te llevaba al mercado y te compraba manzanas baratas, creí estar dándote algo; pero te daba un espejo para tu hambre, y el hambre aprende. Cuando te di un nombre, ¿te di mi cansancio? Cuando me dormí con la ropa puesta para no soñar contigo, ¿te dejé sin cielo? Un día, la promesa volvió. Ya no le faltaba rostro; me mostró el tuyo, más alto, más roto, más hermoso. Me habló de una promesa para ti: un amor destinado a corregir mi falta. Le pregunté su nombre. No me lo dio. Me ofreció una rosa.”