El susurro de las rosas y sombras

Capitulo 9: Las voces del espejo

La noche no terminó.
Simplemente se estiró hasta confundir al amanecer, devorando los primeros tonos del día como un animal hambriento.
Elise se incorporó con la sensación de no haber dormido jamás. Tenía los labios resecos, la mirada perdida, y la rosa marchita seguía entre sus dedos. La sangre, ya seca, dibujaba líneas finas sobre su piel, parecidas a raíces que se hundían en la carne buscando un lugar donde florecer.

La habitación parecía distinta.
El aire tenía peso, como si lo que respiraba no fuera oxígeno sino polvo de recuerdos.
El diario descansaba sobre el suelo, abierto en la misma página donde su madre había escrito su última confesión.
Elise lo tomó con manos temblorosas. Las páginas olían a cera, a humedad… y a ausencia.

“Las paredes me observan cuando dejo de llorar.
A veces creo que son ellas las que guardan mis lágrimas,
porque mis ojos ya no recuerdan cómo hacerlo.”

Elise leyó y se estremeció.
Cada palabra parecía contener una temperatura distinta. Algunas frías, como el mármol de una tumba; otras tibias, como el aliento de un fantasma recién llegado.
Pasó una página, y las letras se volvieron más torcidas, más febriles. La escritura de su madre se había degradado en apenas unos días, como si una enfermedad invisible la devorara desde dentro.

“He olvidado el sonido de mi propia voz.
Cuando hablo, el eco no me responde.
Es como si la casa respirara en mi lugar.”

Elise apretó el diario contra el pecho.
Recordó el rostro de su madre, pálido y hermoso, con los ojos siempre enrojecidos por las noches en vela. Recordó las veces que la había encontrado frente al espejo, hablándole a su propio reflejo con ternura, como si del otro lado viviera alguien más.
En aquel entonces, Elise no comprendía.
Creía que su madre rezaba.
Ahora sabía que estaba negociando.

El espejo frente a ella comenzó a empañarse, aunque no había aire frío.
Y entonces, entre la bruma del cristal, una silueta femenina tomó forma.
Cabello oscuro, hombros frágiles, una sonrisa partida entre el amor y la culpa.

—Madre… —susurró Elise, temiendo romper la ilusión.
—Hija mía —respondió la voz, tan suave que dolía—. No abras lo que no sabes cerrar.

Elise dio un paso adelante.
—Necesito entender.
—El entendimiento no alivia. Solo multiplica el peso.

Las palabras resonaron como si el aire mismo las pronunciara.
Elise apoyó la mano sobre el espejo, y el cristal respondió con un pulso.
Por un instante, su reflejo cambió: ya no era su rostro, sino el de su madre, con los mismos ojos cansados y un temblor que delataba la cercanía de algo más grande, más oscuro.

“Yo también fui joven,”
dijo la voz.
“Y creí que la tristeza era una casa que podía abandonar.
No sabía que esa casa estaba hecha de mí.”

Elise sintió que algo en su pecho se abría, como una flor vieja que vuelve a florecer entre las ruinas.
En sus recuerdos, vio a su madre de joven: caminando por los pasillos del convento abandonado, buscando respuestas en los libros prohibidos, invocando nombres que no debían pronunciarse.
Era hermosa, pero su belleza tenía la transparencia del cristal antes de romperse.
Los aldeanos decían que su voz podía calmar tormentas, pero nunca calmó la suya.

Una noche, el hombre sin rostro la encontró.
No traía sombra ni olor. Solo palabras.
Le prometió que el silencio de su alma se llenaría si entregaba algo a cambio.
Ella aceptó sin preguntar el precio, porque la soledad ya la había vaciado.
Y cuando Elise nació, el pacto se cumplió:
la niña vivió,
y la madre comenzó a morir por dentro,
poco a poco,
día tras día,
hasta quedar hueca.

Elise se cubrió el rostro con las manos.
No lloró.
No podía.
Era como si las lágrimas se hubieran extinguido en ella, igual que en su madre.

Detrás del espejo, la figura femenina comenzó a desvanecerse.
Su voz, sin embargo, persistió:

“La tristeza no siempre destruye, hija mía.
A veces solo espera que la ames para dejarte libre.”

Elise levantó la vista, y la habitación pareció moverse.
La bruma se arremolinó, las sombras cambiaron de lugar.
Sintió algo, una mirada, una presencia que no era la de su madre.
Algo más profundo.
Más antiguo.

Kael estaba allí.
No como hombre, sino como pensamiento.
Como un espectro que la realidad no había podido borrar del todo.
La observaba desde el rincón donde la luz no llegaba.
Su figura era un contorno apenas visible, como si la oscuridad lo moldeara con amor y culpa.

Desde su rincón, Kael contempló a Elise con una fascinación que rozaba lo divino.
Había seguido su sombra desde el bosque, desde la plaza y los sueños que ella no recordaba tener.
Cada suspiro de la joven era un conjuro que lo ataba más a ella.
Era su castigo: observar sin tocar, amar sin ser visto.

La tristeza que Elise cargaba no le resultaba ajena.
Era la misma que él había sentido cuando perdió su alma por una promesa incumplida.
Ahora la veía repetir su historia, con la misma dulzura y la misma condena.
Kael sabía que debía apartarse.
Pero no podía.

“Si la oscuridad la reclama,” pensó,
“seré yo quien camine junto a ella hasta el final.”

Elise, sin verlo, sintió un leve temblor en el aire.
No era viento.
Era aliento.
Algo respiraba con ella.
Giró la cabeza lentamente, y durante un segundo creyó ver una sombra con forma humana reflejada en la ventana.

—¿Quién me observa? —susurró.

No obtuvo respuesta.
Pero la temperatura bajó, y la llama de la vela revivió con violencia, como si respondiera a su voz.

Kael se retiró un paso, ocultándose entre la penumbra.
Su corazón, si aún tenía uno, ardía.
Elise no debía verle aún.
No mientras ella siguiera siendo la flor prometida en el contrato que la madre había firmado con sangre y amor.



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En el texto hay: gotico, romance, darkfantasy

Editado: 22.10.2025

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