El susurro de las rosas y sombras

capitulo 11 el reduerdo que nunca sucedio

Elise recordó el patio antes de recordar la casa.

El suelo era de piedra clara, siempre tibia, incluso en invierno. Había un limonero en el centro —demasiado grande para ese espacio— y una cuerda colgada entre dos columnas donde solían secarse sábanas blancas. El aire olía a jabón y a algo más metálico, como si la tarde escondiera una herida.

Ella era pequeña.
No sabía cuántos años tenía. En los recuerdos falsos, la edad nunca importa.

Estaba sentada en el suelo, con las rodillas raspadas y las manos sucias. Sostenía una muñeca sin rostro. La cabeza era lisa, pulida por el tiempo, como si alguien hubiese borrado la cara a propósito.

—No llores —dijo una voz cercana—. No sirve de nada.

Elise levantó la vista.

Seraphiel estaba allí.

No como hombre, sino como presencia ordenada. Vestía claro, demasiado claro para el patio. Su sombra no coincidía con su cuerpo. Sonreía sin calidez, como quien observa algo frágil con interés clínico.

—¿Me estás mirando bien? —le preguntó, inclinándose apenas—. Recuerda esto.

Ella no entendió qué debía recordar, pero asintió. En ese recuerdo, siempre asentía.

Desde la puerta, su madre observaba.

Tenía el rostro tenso, los labios apretados. No parecía cansada, parecía contenida, como si cualquier emoción pudiera romperla en dos. Elise sintió el peso de esa mirada antes de escuchar la voz.

—Levántate —ordenó la madre—. Te dije que no jugaras ahí.

Elise obedeció torpemente. La muñeca cayó al suelo. Nadie la recogió.

—Siempre igual —continuó la mujer—. Siempre estorbando. ¿Por qué no puedes quedarte quieta? ¿Por qué no puedes ser… normal?

Cada palabra caía con precisión. No había gritos. No los necesitaba.

Seraphiel no intervino.
Solo observó.

Elise quiso decir algo. Quiso explicar que no estaba jugando, que solo… estaba. Pero la garganta se le cerró. La vergüenza llegó antes que el llanto.

—Vete a tu cuarto —dijo la madre, dándose la vuelta—. No quiero verte ahora.

Elise caminó hacia el interior de la casa. Nadie la siguió. El patio quedó atrás, demasiado luminoso, demasiado quieto. Seraphiel permaneció allí, junto al limonero, como si ese lugar le perteneciera.

El recuerdo avanzó sin transición.

Era de noche.

El cuarto de Elise estaba oscuro, salvo por una vela que temblaba sobre la mesa. Ella estaba acostada, rígida, mirando el techo. No lloraba. Había aprendido temprano que llorar no mejoraba nada.

Entonces la puerta se abrió.

Su madre entró sin hacer ruido.

Ya no estaba rígida. Ya no estaba contenida. Sus hombros se encorvaban como si llevara un peso invisible. Caminó hasta la cama y se sentó a su lado.

Durante unos segundos, no dijo nada.

Luego, el sonido.

Un sollozo ahogado, roto, impropio de un adulto.

—Perdóname —susurró la mujer, llevándose la mano al pecho—. Perdóname… no sé cómo hacerlo mejor.

Elise sintió el cuerpo de su madre inclinarse sobre ella. El abrazo fue torpe, desesperado, como si la mujer no supiera dónde poner los brazos. Su pecho se sacudía. Algo dentro de ella parecía quebrarse con cada respiración.

—No quise decirlo —repitió—. No quise mirarte así. No quise herirte. Yo… yo estoy rota, Elise. Y no sé cómo no romperte contigo.

Elise no respondió.

No porque no quisiera, sino porque el perdón se le había adelantado. Siempre lo hacía. Era más fácil perdonar que entender.

La madre apoyó la frente contra la de ella. Sus lágrimas cayeron sobre el rostro de la niña, calientes, urgentes. El abrazo se volvió más fuerte, casi doloroso.

—Te amo —dijo—. Aunque a veces no sepa cómo. Aunque a veces me dé miedo mirarte.

El recuerdo se detuvo ahí.

No hubo despedida.
No hubo mañana.

Solo esa imagen: una madre llorando sobre su hija, pidiendo perdón como quien reza tarde, con el corazón roto y las manos manchadas de culpa.

Entonces el recuerdo falló.

El limonero no existía.
El patio no tenía columnas.
La casa nunca tuvo ese cuarto.

Y Seraphiel…

Seraphiel jamás estuvo allí.

Elise abrió los ojos en el presente con un jadeo seco.

Estaba de pie en el pasillo, con la mano apoyada contra la pared. El colgante ardía contra su pecho. Su respiración era irregular, como si acabara de despertar de un sueño que alguien más había soñado por ella.

—Eso no pasó… —murmuró.

La casa no respondió.

Pero en el espejo del fondo del pasillo, una silueta clara se desdibujó lentamente, como una huella borrándose del vapor.

Y Elise comprendió, con un frío que no venía del aire:

alguien había sembrado recuerdos
para que el perdón creciera antes que la rabia.

Y alguien había estado allí
mucho antes de que ella pudiera recordarlo.



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En el texto hay: gotico, romance, darkfantasy

Editado: 27.12.2025

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