El susurro de las rosas y sombras

capitulo 12

El recuerdo llegó sin aviso.

No hubo transición, ni bruma, ni mareo.
Simplemente ocurrió, como ocurren las cosas que han sido repetidas demasiadas veces.

Elise era niña otra vez.

Esta vez no estaba sentada.
Estaba de pie, contra la pared del comedor. Las manos cruzadas al frente, los pies descalzos sobre el suelo helado. Frente a ella, la mesa estaba puesta, pero nadie comía.

Su madre caminaba de un lado a otro.

No gritaba.
Eso lo hacía peor.

—No mientas —dijo con voz baja—. Lo sé. Siempre lo sé.

Elise negó con la cabeza. No recordaba qué se suponía que había hecho. En los recuerdos falsos, la culpa siempre precede al acto.

—Te pareces demasiado a mí —continuó la mujer—. Y eso no es un elogio.

Seraphiel estaba sentado a la mesa.

No como invitado.
Como juez.

Tenía las manos entrelazadas, los codos apoyados, la mirada fija en Elise con una atención pulcra, casi devota. No intervenía. No hacía falta. Su presencia legitimaba la escena.

—¿Sabes lo que cuesta corregir algo defectuoso? —preguntó la madre, deteniéndose frente a ella—. ¿Sabes lo cansado que es amar algo que siempre está a punto de romperse?

Elise sintió el nudo en la garganta. Quiso pedir perdón, pero aún no sabía por qué.

—Mírame —ordenó la mujer.

Elise levantó la vista.

La bofetada no fue fuerte.
Fue precisa.

No la tiró al suelo.
No dejó marca visible.

Pero el sonido quedó suspendido en el aire, demasiado limpio, demasiado definitivo.

Seraphiel inclinó apenas la cabeza.
Aprobación silenciosa.

—No me obligues a hacer esto —dijo la madre, con voz quebrada—. No me conviertas en alguien que no quiero ser.

Elise sintió algo romperse. No en la piel. En el lugar donde se aprende a confiar.

Esa noche, como siempre, el recuerdo cambió.

La puerta se abrió.
La madre entró llorando.

Cayó de rodillas junto a la cama y abrazó a Elise con una desesperación casi violenta, como si temiera que la niña desapareciera si aflojaba el contacto.

—Perdóname —sollozaba—. Perdóname, por favor. No soy así. No soy así.

Elise permaneció quieta.
No porque fuera fuerte.
Sino porque ya había aprendido que el abrazo también podía doler.

—Si supieras cuánto te amo —decía la mujer—. Si supieras lo que hago para protegerte.

Seraphiel observaba desde la puerta.

Sonreía.

El recuerdo terminaba siempre igual:
la madre llorando,
la niña perdonando,
y la culpa cambiando de manos sin desaparecer nunca.

Pero algo no encajaba.

Nunca lo había hecho.

No hubo comedor.
No hubo bofetada.
No hubo escena clara.

La verdad no tenía forma narrativa.
Solo fragmentos.

La madre no gritaba.
Se ausentaba.

Horas.
Días.

Elise aprendió temprano a no necesitar.

No hubo golpes.
Hubo miradas que no llegaban.
Presencia sin contacto.
Preguntas que nadie respondía.

Las noches sí existían.
Pero no eran así.

No había abrazos largos.
Solo una mano breve sobre la frente.
Un suspiro cansado.
Una voz que decía:
—No hoy, Elise.

La culpa no se pronunciaba.
Flotaba.

Como polvo fino.
Como algo que se respira sin notarlo.

Seraphiel no estaba allí.
Jamás estuvo.

Pero algo sí.

Algo que no necesitaba mostrarse para dirigir.
Algo que prefería la confusión al miedo.
Porque el miedo resiste.
La confusión se queda.

La madre no pedía perdón de rodillas.
Lo hacía en gestos pequeños:

comida servida sin palabras,
ropa doblada con cuidado excesivo,
silencios largos donde debería haber habido preguntas.

Elise no perdonaba.
Se adaptaba.

Y esa fue la herida verdadera.

No el golpe que no ocurrió.
No el grito que nunca existió.

Sino aprender, demasiado pronto,
que amar significaba no exigir claridad.

Elise volvió al presente con una náusea lenta.

No temblaba.
No lloraba.

Estaba enojada.

Y esa emoción —nueva, torpe, peligrosa—
no tenía recuerdo falso que la domesticara.

En algún lugar de la casa,
algo se tensó.

Porque la rabia
no se puede reescribir tan fácilmente.



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En el texto hay: gotico, romance, darkfantasy

Editado: 27.12.2025

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