El susurro del cuervo

El susurro del cuervo

Una pluma negra se depositó con delicadeza sobre el alféizar de la única ventana abierta del castillo Gosford. Una ventana que siempre permanecía del mismo modo: sus hojas de madera, ennegrecidas por la fina cortina de lluvia que impregnaba el pueblo de Markethill, nunca entraban en contacto, pues él debía tener acceso permanente al edificio.

Sobrevoló la estancia con las alas desplegadas, rozando con sus puntiagudas plumas el lomo de los manuscritos que atestaban las estanterías. Una espesa niebla comenzó a formarse en el exterior. Cubría el bosquecillo que rodeaba la fortificación y dotaba al paisaje de un halo inquietante y perturbador. En ocasiones, se escuchaban gritos en mitad de la noche, cuando todos dormían. Nadie sabía discernir si se trataba de alaridos humanos o animales; de lo único de lo que estaban seguros era del escalofrío que los atenazaba cada vez que un lamento desgarraba la quietud de su descanso nocturno.

El visitante posó sus ensangrentadas garras en la parte superior de una calavera barnizada, la cual pretendía formar parte de la decoración de la estancia. Sin embargo, resultaba demasiado llamativa, y no precisamente por su beldad. Aleteó un par de veces antes de cerrar las alas sobre sus costados y emitió un par de graznidos atronadores al tiempo que salpicaba de gotas de agua los objetos de su alrededor. Jugueteó con el hueco del ojo del cráneo, como si quisiera arrancarle el inexistente globo ocular con el afilado pico, para luego aplastarlo con sus potentes maxilares y, finalmente, engullirlo. El cuervo alzó la oscura cabeza al escuchar unos pasos fuertes y apresurados que se acercaban por el pasillo. La puerta se abrió de par en par y un joven muchacho entró en la estancia, cerrando de nuevo tras de sí.

—¿Me habéis llamado, Avalon? —inquirió el recién llegado, que dirigió sus ojos a la calavera. Sabía a la perfección dónde encontraría al animal—. Lo habéis vuelto a hacer.

Dio un suspiro y se llevó una mano a la cara al ver los restos de sangre y agua en los finos dedos del ave; había manchado de rojo la lisa superficie del cráneo. Caminó hasta llegar a él y se postró de rodillas como lo haría un fiel caballero ante su rey.

—Os ruego que la próxima vez os deshagáis de las pruebas que puedan incriminarme por vuestras… «distracciones».

En su voz había un respeto inusitado. Sus palabras no estaban escogidas al azar, sino con un cuidado extremo, pronunciadas con la mayor delicadeza y templanza que era capaz de reunir. Si un extraño se asomase a la ventana y los observara, creería que el humano servía al animal.

No me digas lo que he de hacer, Lancelot —chilló el cuervo con estridencia. Volvió a batir las alas y algunas gotas cayeron sobre el traje del humano, tornándolo de un gris más sombrío. A oídos de ese extraño, los graznidos no serían más que eso, pero no para Lancelot.

—Lo lamento. —Inclinó la cabeza un poco más, en señal de disculpa—. Es solo que estoy algo preocupado. La Policía ha venido ya tres veces a interrogarme.

No hay cadáveres, ergo no hay pruebas —comentó Avalon, resuelto—. No le des demasiadas vueltas o terminarás obsesionándote.

—Pero hay sangre. —Lancelot alzó la vista con brevedad a las patas de Avalon—. Y no es… la primera vez. —Cogió aire; comenzaba a perder la calma.

¿Entiendes que no me interesan tus preocupaciones? —Los ojos negros del cuervo escrutaron los dorados de Lancelot.

—Pero… —Tragó saliva con dificultad. Temblaba—. ¿Qué haréis si me detienen?

Buscaré a otro. Como tú hay miles. No te creas indispensable. «Yo» soy el indispensable aquí —su voz sonó arrogante.

—Entonces, ¿por qué me elegisteis a mí? —Se atrevió a mirarlo de frente.

Avalon le sostuvo la mirada y Lancelot se arrepintió enseguida de haber emitido esa pregunta.

¿Acaso deseas que sea tu sangre la que recorra mis garras? Puedo arrancarte los ojos antes de que te dé tiempo siquiera a reaccionar.

—N-no, Avalon, no deseo tal cosa. Disculpadme por mi comportamiento; como ya os he dicho, estoy algo nervioso. —Intentó tragarse el nudo que se le había formado en la garganta, pero no fue capaz. Lo sentía como un hueso atravesado que le impedía respirar.

Guárdate tus miedos e inquietudes para ti. No me hagas partícipe. La próxima vez no seré misericorde.

El joven movió la cabeza, conforme, aunque su respiración delataba ansiedad. No recordaba con exactitud el momento en que Avalon entró en su vida; de hecho, era como si ese recuerdo hubiera sido arrancado de su memoria. En ocasiones, le sobrevenían imágenes inconexas, pero, del mismo modo en que llegaban, se desvanecían. Algunos días su mente entraba en un estado de penumbra constante, como si no fuera dueño por completo de sus actos ni de sus palabras. Su familia solía mirarlo preocupada y él decidía eludir los intentos de su madre por hablar con él. Su padre lo achacaba a «cosas de la edad», a «manías de un joven de diecinueve años con demasiado tiempo libre y muy pocas obligaciones». Su hermana pequeña, sencillamente, cuidaba de él, le proporcionaba todo el afecto que creía que su hermano necesitaba.

A Lancelot le aterrorizaba no recordar ciertas situaciones. Ya se había despertado un par de veces en la bañera, cubierto de barro y descalzo. Jamás encontró ninguno de los zapatos y ese hecho lo llenaba de temor por si alguno de los policías que solían rastrear el bosque y registrar su hogar daba con ellos. Ese era un pensamiento que deseaba eliminar con todas sus fuerzas. En ocasiones, contemplaba el cráneo decorativo de su estudio y anhelaba estar tan vacío como él para no tener que dar tantas vueltas a los pensamientos que lo atormentaban.



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En el texto hay: terror, violencia, suspense

Editado: 27.04.2020

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