El susurro del umbral

CAPITULO 4

NARRA DALTON

El reloj marca las 18:03.

Estoy en el colegio. No debería estar aquí. Nadie debería. Pero la clase se alargó, el transporte falló, y ahora somos al menos veinte adolescentes atrapados en el edificio. Algunos ríen nerviosos. Otros revisan sus amuletos. Yo solo aprieto la caja que Gael me dio. No la he abierto. No quiero saber qué hay dentro.

El pasillo se oscurece como si alguien hubiera apagado el sol desde adentro. Las luces parpadean. El aire se vuelve espeso. Como si respiráramos agua.

—¿Alguien más siente eso? —pregunta Lía, a mi lado.

—Sí —respondo. Pero no sé qué es “eso”.

Y entonces, ocurre.

El primero cae al suelo. Convulsiona. Su cuerpo se arquea como si algo lo estirara desde dentro. Sus ojos se vuelven blancos. No hay espuma. No hay gritos. Solo un sonido seco, como huesos rompiéndose.

Luego el segundo. El tercero. El cuarto.

Diez adolescentes. Diez cuerpos que se retuercen como si fueran títeres con hilos invisibles. Algunos se golpean contra las paredes. Otros se arrastran por el suelo, dejando marcas como si sus uñas fueran cuchillas.

Una chica corre hacia el techo. Nadie la detiene. Nadie puede.

Antes de lanzarse, grita:

—¡No es un fantasma! ¡Es algo que quiere entrar!

Su cuerpo cae como si el aire la rechazara. El sonido que hace al impactar no parece humano.

Yo no puedo moverme. No puedo gritar. No puedo pensar.

Y entonces lo escucho.

Una voz.

No me habla.

Me canta.

En latín.

No entiendo las palabras, pero las siento. Como si fueran cuchillas suaves que me acarician el cerebro.

Mi cuerpo empieza a temblar. No por miedo. Por algo más profundo. Como si algo dentro de mí respondiera al canto.

Convulsiono.

Caigo al suelo.

Todo se apaga.

Estoy en la oscuridad. Pero hay luz. Frente a mí, sobre un lago negro, camina un hombre.

Brillante. Dorado. Hermoso.

Su piel parece hecha de sol. Su cabello cae como hilos de fuego. Su cuerpo es perfecto. Fuerte. Imposible. Sus ojos… rojos. Como brasas que no se apagan.

Me llama por mi nombre.

—Dalton…

Su voz no es voz. Es música. Es deseo. Es hambre.

+Camina hacia mí. El agua no lo toca. Lo respeta.

Yo no puedo moverme. No quiero moverme. Estoy hipnotizada.

Su mano se extiende. No me toca. Pero mi piel arde. Como si su presencia fuera fuego.

Mi corazón late tan fuerte que creo que va a explotar.

Y entonces…

¡Sacudida!

Alguien me agarra. Me grita. Me arrastra.

Abro los ojos.

Estoy en casa. Gael me sostiene. Su rostro está pálido. Sus manos tiemblan.

—¡Dalton! ¡Respira! ¡Respira!

Lo hago. Apenas.

—Estas de vuelta —. Jadea y me abraza —. Casi te pierdo

—¿Qué… qué pasó?

—Una tragedia. Diez muertos. Posesiones múltiples. Estuviste a punto de ser la onceava. La profesora Wicherstin fue poseída ayer y nadie lo noto. Planeo tener al salón en el colegio después del toque de queda.

Me examina. Me revisa los ojos, el pulso, la espalda.

—¿Viste algo? ¿Sentiste algo?

No respondo.

Porque no lo escucho.

Solo veo su rostro. Y… al hombre dorado. El ángel imposible. O el demonio que canta. Y sé, sin entender cómo, que no me encontró por casualidad.

Me estaba buscando. Y me encontró.




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