Un ruido. Un toque seguido de dos más. La puerta se abre. Del otro lado, una mano masculina de largos y blancos dedos sostiene un celular, que es tomado con urgencia.
—¡Espera!
Mira a su alrededor e identifica algunas muestras: la cinta, la sangre y la carta. Evidencia aislada.
—Para el equipo forense —le dice a Caballero y cierra la puerta.
En la pantalla una cámara. Cuatro cuadros, ocho cuadros. Retroceder. Play.
La forense había instalado ocho puntos de observación: los más importantes para ella son: la entrada, tanto afuera como adentro —estas ubicaciones le permitirían saber la forma en que ingresó y salió el criminal, además de determinar si había actuado solo o no—; la cocina, sitio en donde se hallan suficientes objetos cortopunzantes; el estudio, el baño y su habitación. Esta última, sigilosa, guarda en sus entrañas su Smith & Wesson Modelo 500, revólver de corto alcance usado para caza y tiro al blanco, regalo del inspector Caballero en uno de sus cumpleaños. Los otros dos puntos se hallan en la sala comedor y el patio de ropas. Su casa era una especie de panóptico en donde hasta la caída de un alfiler se puede descubrir: origen, sonido y perpetrador.
Luego de un doble clic aparece un primer cuadro. Tres personas. Una mujer y un hombre caminan juntos, detrás de ellos una gitana. La pareja sigue de largo por el pasillo, al parecer se dirigen a los apartamentos del fondo, pero la tercera persona, la adivina, permanece frente a la puerta. Levanta el rostro, con la mirada busca algo, ubica la cámara, saluda, sonríe. De uno de los bolsillos de la falda saca unas llaves, tres en total. Ana reconoce el llavero, se lo dio a Dalí el mismo día que llegó a habitar su casa por breves cuatro noches. La mujer muestra las llaves a la cámara en tono provocador y las agita. Abre la puerta y se ve cómo la traspasa.
Doble clic en la segunda cámara. Camina hacia el pasillo del apartamento. Algunas fotos de familia y cuadros de pájaros en pleno vuelo adornan el trayecto. Se detiene, de una maleta que trae a la espalda saca ropa oscura que deja en el piso y procede a desnudarse mientras, visiblemente, carcajea como si algo le produjera bastante risa. La gitana se ve transformada en un cuerpo blancuzco, de cierta altura y andrógina esbeltez, que le ratifica a Ana su género, sobre todo, al notar un pene en estado de erección perteneciente a un hombre cuarentón, quien mira fijamente el segundo punto de vigilancia.
Los rasgos le parecen familiares, ya no son los de la pitonisa, son de alguien más, pero no logra recordar. Definitivamente, conocidos. Tal vez, alguien del pasado, de su niñez o adolescencia. Una persona que decidió borrar por estar anclada a esa vida que olvidó tras perder su primera identidad. Su apellido paterno, ese “Narváez”, que la hizo padecer el dolor de no tener miembro y ser un cero a la izquierda. Hacer parte de las mil y una bacinillas de semen que llenar.
El hombre desnudo tras la cámara se mueve con fluidez y propiedad como si conociera cada uno de los vigilantes que cuidan la integridad de la forense. Da la impresión de que esa no es la primera vez que visita ese hogar. De hecho, Ana empieza a recordar ciertas particularidades sucedidas semanas atrás, como, por ejemplo, objetos cambiados de lugar, alimentos nuevos y otros consumidos por su yo incierto; un aroma particular originado en algún momento durante el crepúsculo, una presencia tras cerrar los ojos y profundizarse en el blanco y negro de su subconsciente. En la fase Rem, una voz que le hablaba sobresaltó el descanso al que tenía derecho antes de la investigación en curso.
El hombre ha alcanzado la sala. Vestido de negro, descansa en uno de los sillones rojo sangre forrados en cuero. Mira un reloj, antes imperceptible, como si esperara encontrarse con alguien o tuviera una misión pendiente. Seis y treinta de la mañana. Mira de nuevo a la cámara. Sus gestos lo hacen recordar a un mimo en pleno show. No se sabe si reír de los chistes flojos, despreciarlo dada la ridiculez o temer, porque de una u otra forma se está burlando de quien lo ve, de sus falencias, de los errores que —como todo ser humano— comete y él lo sabe, conoce la miseria humana y vive de su imitación. ¿Te ríes del mimo o él de ti?
De la maleta saca la botella de vino tinto ya conocida y una libretita de notas. Arranca una página. Toma un esfero. Cerca también, se puede ver cinta trasparente, una caja, un mazo de naipes, los arcanos mayores, el número seis: los enamorados.
Sobre una de las mesas deja la botella de vino tinto sellada, luego, se dispone a escribir la nota y se pierde de referencia. Para luego aparecer en la cocina y ser filmado por la cámara cuatro. Toma la tijera. Abre la nevera. Come algo. Mira el reloj, siete de la mañana. Se asoma por la ventana que da a la calle. Observa a alguien. Abre el gabinete, destapa el café y de su bolsillo extrae una bolsa que agrega al recipiente. Mira hacia la puerta principal. De uno de los cajones toma un cuchillo, corta su mano lo suficiente como para escandalizar, pero bastante poco para morir y se pierde del vigilante electrónico. Una mujer entra. Se quita los zapatos y en el trayecto hasta su habitación queda en ropa interior. Descalza camina hacia la cocina. Abre el gabinete, toma una taza y prepara café. Bebe. Regresa a la sala, prende la computadora. Se levanta y sirve otra taza. El hombre de negro la observa escondido tras las cortinas del estudio.
Once de la mañana, la mujer ha dejado la computadora y se ve plácida en la cama. Se escucha un celular sonar una vez, dos veces y muchas más. Nadie contesta. El hombre sonríe. Deja el estudio y se dirige a la habitación. Abre la puerta con la mano sana. El cuarto está a media luz. La mujer está tendida en la cama, es madura y hermosa. Su negra cabellera está desparramada en la almohada. El hombre la observa, la espía. Se acerca. Aspira el aroma que desprende aquella piel blanca e indefensa sumida en un profundo sueño. Él, con sus dedos blancos y largos, palpa la dermis húmeda y cálida, iniciando por los pies y terminando en el rostro. Se acerca aún más al cuerpo impasible. Sus bocas se rozan. Un beso de labios cerrados. Ana parece muerta, pero un movimiento en la garganta la delata.