Una palabra breve y un silencio son las respuestas emitidas. El inspector y la forense, uno frente al otro, se observan largamente, como si no existiera un tiempo, un caso y un homicida.
Para 1986, Manuel Narváez, su padre, continuaba siendo un dios inquebrantable. Dueño del mal y del bien. Héroe implacable al acecho de su esposa e hija, subyugadas por una condición social, la sumisión y el amor incondicional a su verdugo.
Los recuerdos de Ana, de ese entonces, le son bastantes confusos. Ello, se debía al hecho de que el dios de barro que representaba la imagen de su padre se había roto en algún momento de aquel año. ¿Razones? Muchas, pero sí, una definitiva. La que no recuerda, la que tal vez se relaciona con la nota. No sabe, solo intuye, pero las investigaciones no se sostienen con la intuición.
Vuelve su mirada al trazo, a la fecha, a las familias citadas y sí… para ser el recuerdo de un evento o una simulación de imitación los nombres quedaban en el pasado, viniendo solo a su encuentro los de Manuel e Igor.
Ya el día anterior había pensado en el segundo hombre: Igor Camacho. ¿Qué sería de su familia?, ¿por qué el asesino lo traería a colación? Tenía que ser Igor Camacho, las personas con ese nombre y apellido no eran comunes en Ciudad de Ivazú.
—Igor Camacho.
—Igor Camacho. ¿Quién es? —pregunta el inspector.
—Amigo de mi padre.
—¿Y?
—La nota. ¡Mírala! El segundo nombre es Igor Camacho.
Caballero observa la nota en las manos de Ana.
—¿Cómo sabéis que este es tu Igor Camacho? Puede ser cualquier otro, ¿no creéis?
“¿Realmente, puede ser otro?” se pregunta.
Existen ciertas coincidencias que le reafirman que ese “Igor” no es un nombre ficticio o un ser inocente a todo acontecimiento. Aquel raciocinio parte de la estadística de que “Igor” no era la forma más apetecida por los ciudadanos de Ciudad de Ivazú para bautizar a un hijo, por la carga significativa de aquel nombre. Ellos recordaban al narcotraficante Igor Chávez, el temerario, Un criminal que derramó bastante coca sobre los cuerpos sangrantes de las familias que se opusieron a su dominio.
Igor era el nombre de un asesino. Símbolo de la crueldad desmedida. ¿Quién realmente querría designar un destino así para alguno de sus vástagos? Ella sabe que la palabra es fuente de poder y el nombre es la primera carga identitaria de un ser humano. ¿Quién quisiera un hijo asesino? Conoce la respuesta, pero Caballero ignora muchas de las raíces de Ciudad de Ivazú, de su gente, de la historia de esos huesos hechos ciudad. Ana es consciente de que en la burbuja de Damián la vieja España lo abarca todo. El mundo y el ahora son solo accidentes del destino que debe enfrentar, mientras las investigaciones constituyen simples acertijos que le ayudan a mitigar la existencia perfecta y vacía que lleva tras la muerte de su hijo y esposa, años atrás.
A lo anterior se suma el apellido Camacho, correspondiente a tan solo setenta familias en todo el país, de las cuales cinco habitan en Ciudad de Ivazú, según el último censo. Le explica.
—¿Cuántos de ellos podrían llamarse “Igor Camacho”?
—Lo sé, las coincidencias no existen, completa el inspector.
La observa. Sus miradas confluyen, pero su ángulo de visión va cambiando de acuerdo con el correr de las manecillas del reloj. Sus labios bien dibujados permanecen cerrados reteniendo palabras. A primera vista pareciese que él no respira, pero abruptamente abre la boca, bosteza y ordena:
—¡Escúpelo!
La mujer lo nota impaciente. Recuerda que solo utiliza aquellas expresiones cuando está a punto de perder la entereza y de resaltar el carácter dominante y la fama de “Amansador” que se ha ganado en el departamento tras sus años de servicio.
—¡Dos jefes en la misma casa se matan!, acostumbra a decirle ella cuando el ímpetu masculino se apodera de la situación para sacarle a flote, casi siempre se hunde en el intento. La amansadora del amansador piensa.
Se acerca a su compañero y, con voz apacible y rítmica, le cuenta la relación de su padre con Igor Camacho, abogado y hombre rico de Ivazú. También, hace referencia a lo descubierto hoy: la apelación y defensa de Orlando Páez a cargo de su buffet. Le participa sus inquietudes, los lazos que pueden existir entre aquel hombre y Orlando: ¿Amistad?, ¿crimen? A su vez y de manera personal, solicita investigarlo, tanto a él como a sus hijos, quienes, según recuerda, tendrían más o menos su edad. Hace hincapié en el apellido “Camacho”, pues ahora que recuerda, ese mismo también es el apellido de uno de los sospechosos de los dos asesinatos. Lo tiene presente con claridad, porque al leer el informe judicial, el perfil, su personalidad le llamó la atención.
¿Coincidencias? Se plantean en silencio dejando que las correspondencias de sus pupilas se quemen entre sí.
El hombre toma nota. Por sus gestos, Ana sabe que le cree, pero que no está convencido del todo, aun cuando sigue las pautas de la forense.
—¿Queréis algo más?
—Al asesino.
Caballero sonríe.
—Tú, yo y toda Ciudad de Ivazú. ¡Venga! ¿Qué tenéis?
—le pregunta en tono burlón.