La ciudad bulle a su máxima actividad, los murmullos, pitos, ronroneos de motores contaminantes. El aroma de la benzina carburante. El calor y el paisaje de un cielo azul turquí les embruja la existencia y atrapa sus pupilas por breves segmentos de conciencia.
El zumbido se ha hecho perceptible para ella. Proviene de algún sitio. El afuera, el adentro, su oído o cabeza, a ciencia cierta desconoce ese bajo sostenido que está a punto de hacer que pierda los nervios. Un pito monótono que suma en angustia todos sus presentimientos.
El silencio al interior de la Ford Explorer no es nada nuevo en las últimas horas. Damián conduce y ella piensa. Mira el afuera para distraerse, perder sus ojos en imágenes inconexas y evitar rumiar lo que se ha revelado ante ellos.
—No penséis más —agrega Damián, que lleva algunos momentos mirándola de reojo, sopesando la angustia en sus facciones—. ¡Venga! Leed los informes, así aprovechaos mejor el tiempo.
Ella ha olvidado el restante del informe o los informes policiales acerca de las llamadas de las dos primeras víctimas y el seguimiento hecho por los investigadores a propósito del vino tinto Muga Crianza 2001, medio usado para lograr el envenenamiento de las víctimas.
Tras ojear el documento, en relación con las llamadas hechas hacia las víctimas, se conoce que, siempre procedían de un mismo número y que eran realizadas en un margen de tiempo específico: la tarde y a altas horas de la noche. Tras identificar el número, correspondiente al de la oficina del director del hospital psiquiátrico, se dispuso a entrevistarlo. Con ello se pudo determinar que tanto este como algunos enfermeros y pacientes usaban el teléfono en las horas de la tarde para diferentes motivos, pero que, en la noche, se suponía, nadie debía usarlo, por lo que se prestó más atención para poder determinar el o los individuos que lo usaban en este horario nocturno.
Los archivos telefónicos encontrados revelaron que la persona que utilizó este medio en las horas de la noche podía ser un empleado o sanitario de la jornada nocturna o bien, algún paciente. Tras el análisis del tono de voz se identificaron dos enfermos del hospital: los Camacho: Víctor Camacho, alias “José de Arimatea”, y Samuel Camacho, apodado el “chamán” por practicar la herbología; y un par de veces al director del hospital José Enrique Puerta. Estos también se encontraron en la lista de los usuarios que utilizaron dicha línea en las horas de la tarde.
En ninguno de los archivos investigados se hallaron amenazas o material comprometedor para los sospechosos. Se trataba de conversaciones normales entre médico y paciente, entre amigos, o conversaciones variopintas sin trasfondo violento.
En relación con la investigación del vino tinto Muga Crianza 2001, se estableció que, aunque tuvo mucha acogida en el medio, su última producción se llevó a cabo en el año 2007. Es decir que, para haber utilizado este tipo de licor en los crímenes, el homicida debió apartar las botellas desde 2007, última fecha en la que se puso al mercado este vino español procedente de la Rioja España.
Con este dato, los investigadores contactaron la casa y el viñedo, solicitaron una lista de compradores desde el inicio del producto hasta su última venta. En el listado aparecen los nombres Orlando Páez, Samuel Camacho, Rubén Darío Vallejo y José Enrique Puerta.
Tras determinar que tanto una de las víctimas como tres de los sospechosos de los asesinatos estaban en la lista, se solicitó el código de las botellas adquiridas y se comparó con las encontradas en las escenas del crimen. De esta manera, se estableció que para las tres víctimas se usaron botellas adquiridas por Rubén Darío Vallejo, alias Dalí.
Lo anterior volvía a ratificarle a Ana que Dalí estaba implicado en los asesinatos. No sabía si de manera intelectual o material, pero definitivamente hacía parte del equipo asesino. No eran intuiciones, de a poco la evidencia se estaba encargando de mostrarle que ese demente al que amó en algún momento de su existencia, desapareció. Ahora y ante ella, solo brilla por ser un asesino más. Un loco.
Guarda los documentos. Se acomoda, ambos permanecen en silencio. Sus miradas a través del panorámico se concentran en una zona iluminada, que pese a la oscuridad no da su brazo a torcer. Ocho y treinta. La penumbra está por dominarlo todo.
La velocidad empieza su retroceso hasta detenerse en las entrañas de la unidad forense y policial. Las paredes en cemento gris atrapan la humedad y la trasforman en un frío sepulcral. Un mar de luces blancas e incandescentes los ahoga a su paso por el pasillo hacia el ascensor. Salen. Una, dos, tres puertas. Códigos, escaleras, gente.
—Te veo luego —dice a manera de despedida la forense.
Pasos silenciados por unas suelas de caucho. Se abre una puerta blanquecina. Paredes marfil. Un escritorio amplio. Una silla. Par de fotos. Ana ha llegado a su oficina. Sobre la mesa, en el centro, dos paquetes: uno rectangular y pequeño, como de sobres, y el otro, asemeja a un ¼ de resma de papel carta, el diario de Dalí. Sobre ellos una nota en blanco con letra fina y negra:
“Devolver luego de ser leído”.
Ana los toma. Abre. Se acomoda. Aunque los tiene en sus manos, teme leer.
¿Qué encontrará en aquellas confidencias?, ¿la reiteración de que Dalí era un homicida?, ¿información sobre el ermitaño?
Se pregunta si realmente quiere saber el contenido exacto y contundente que guardan estos sobres.