Capítulo V
30 de mayo, 2014
Mi Ana:
Pronto se cumplirá la fecha para tu regreso. ¿Recuerdas? Me lo dijiste aquella tarde cuando me abandonaste en el hospital. Volverías entre cinco y siete años. Necesitabas tiempo para pensar y revaluar lo nuestro y accedí. Ya ha pasado ese tiempo. Te estoy esperando.
Tuyo,
Dalí.
Ana termina de leer la carta por segunda vez. El silencio de la habitación va en sincronía con la luz brillante de la oficina. Pero, los habitantes del recinto, el fiscal Serrano y la forense Mondragón mantienen una tensión distante y lúgubre.
Ana permanece sentada. La expresión de su rostro y su postura siguen siendo las mismas. Luce como una estatuilla en mármol, congelada, inexpresiva, recurriendo a los temores y recuerdos pasados para atraer ante sí misma el momento exacto en que le pidió tiempo a Dalí. Su cerebro no funciona bien. En sus recuerdos, tal plazo es la ilusión de un desquiciado. Jamás pidió tiempo. Todo hacía parte de una mentira blanca para no volver.
—¿Quién, en su sano juicio, esperaría de cinco a siete años? —murmura.
Pero, ese fue su error. Dalí tenía destellos de lucidez limitada, para él, este lapsus era posible y real. Lo esperaba. Contaba con volverla a ver. En su mente ella lo había prometido y era hora de cumplirse la promesa, por ello le escribió, para recordárselo.
Abruptamente se para. Camina de un extremo a otro y nota un tamborileo lejano. Se queda quieta, pues recuerda que no está sola. El fiscal la observa. Lo mira y en ese rostro de homúnculo burlón se dibujan ciertas arrugas que se asemejan a las de un anciano, a las de un viejo verde, a las del ser humano que ella desprecia: el oportunista.
—¡Qué romántico! ¿No cree? —Ya en pie, camina hasta llegar a ella— ¡La esperó todo este tiempo!, mis respetos doctora.
Tras pronunciar aquellas palabras, el fiscal Serrano toma otra de las cartas sobre la mesa, la lee en voz alta y con tono agudo, asemejándose a un niño mimado.
20 de junio, 2014
Mi amada Ana
Ya han pasado tres semanas desde la primera vez que te escribí y no he recibido respuesta. Esta es mi cuarta carta. ¿Qué pasa?, ¿no quieres verme? Quiero verte. ¡Necesito verte! Tengo que hacerlo. Me he obsesionado contigo los últimos años. Ya han pasado siete. ¡Me lo prometiste! Dijiste que necesitabas tiempo. Te lo di. Ahora debes volver a mí.
Te confieso, tengo un amigo. Su nombre no importa ahora. Él dice que tú no quieres volver, que me olvidaste. Hemos discutido. Está envidioso de que tú me ames. A él ninguna mujer lo ama. Es un solitario. Un ermitaño.
Sé que me amas como yo te amo.
Tuyo,
Dalí.
La mujer lo observa sin emitir comentarios a su burla. El mutismo y la frialdad de la estancia le provocan desasosiego. Mantiene una postura cautelosa. Por su lado, el hombre cerca de ella repite una de las frases de la misiva:
—Quiero verte. ¡Necesito verte! Tengo que hacerlo. Me he obsesionado contigo los últimos años.
Con aire oriundo camina hacia la puerta, la asegura. Regresa a donde está la mujer, sube sus ojos hasta su rostro estoico:
—¿Qué tiene para obsesionarlos?
—¡Perdón!
—He hablado con el inspector. Lo amenacé por encubrirla y, ¿sabe qué hizo? ¡Me mandó a la mierda! A mí.
Hace énfasis en la última parte y se aleja un poco del escritorio.
¡Mierda!, es un término común, pero, escuchado de la boca de Serrano produce un efecto temerario, violento, no es un vocablo acostumbrado por él a menos que enfurezca. Un estadio anterior a romper cosas y transformarse en un individuo violento. Ahora ese hombre lo está. Su rostro se distorsiona. Los pellejos colgantes de aquella piel delgada y escuálida le dan una apariencia aterradora: de raquítico Nosferatu.
Arruga un poco la carta leída. Ríe con ganas.
—Pero estas misivas y el diario son la evidencia de su corruptibilidad. Ya no necesito a Caballero, el amansador. ¡Ja!
La mujer escucha el monólogo por momentos. Su cerebro recuerda haber recibido unas cartas sin remitente y no leerlas. En su momento, pensó que serían de quejas, críticas del personal o amenazas de sus “amigos”. Ser forense, la mejor, no era fácil. Se frota las manos. La sensación de prurito se ha expandido a sus palmas y dedos. Tuvo las cartas. No las leyó. Si lo hubiera hecho, ¿esas tres víctimas estarían vivas? Probablemente sí.
La culpa empieza a circular en el sistema nervioso. Algunos tics saltan a la vista: manos temblorosas y párpados enérgicos.
—Si las hubiese leído, Dalí y los otros estarían vivos.
Ella retira un poco más la silla del escritorio. Inclinada hacia adelante con su mentón en la mano derecha, emula prestar atención a Serrano, pero en realidad piensa en la figura de El Ermitaño y cómo lo percibe Dalí. Su amigo es un sujeto envidioso de la relación entre él y ella. Razón: Ninguna mujer lo ha querido. Tiene cierta incompatibilidad con el género femenino, por ello viste de mujer, de gitana. Es una forma de mitigar esa poca tolerancia que las damas tienen hacia él. Una manera indirecta de tener una mujer cerca, sin realmente estarlo o serlo.