El Tarotista

CAPÍTULO 5 ( PARTE 7)

El siguiente en la clasificación es el director del hospital, el doctor José Enrique Puerta, quien tenía motivos para asesinar tanto a la primera como a la tercera víctima, pero con la segunda no. Domingo Fúquene Loaiza nunca fue un empleado de su predilección y menos, luego de la demanda que le entabló al hospital y que debió pagar el director. Aunque no es un motivo tan fuerte como para asesinar, el temperamento del doctor Puerta amerita la duda. Con la tercera víctima, Rubén Darío, alias Dalí, se la empezó a llevar muy mal luego de la intervención quirúrgica. El paciente agarró cierto resentimiento por Puerta, quien fue varias veces lastimado con tenedores, lápices y cualquier arma que sirviera para sacarle los ojos:

Ana conoció por terceros que el doctor estuvo a punto de perder el ojo izquierdo debido a un piedrazo con cauchera que le propinó ese paciente. Con respecto al “medio”, solo era válido en el tercer caso, en Dalí, por su conocimiento en Medicina, aprendido en la academia. Además, es alto y tiene el poder en sus manos, por su cargo. Si no existieran los videos de la habitación de Dalí, posiblemente este hombre fuese de los más opcionados en el grupo para ser el sospechoso principal. Por otro lado, si de oportunidad se habla, aplica a Dalí, pero no a las otras víctimas.

Para finalizar el listado se encuentra Samuel Camacho, quien por motivos podía asesinar a las dos primeras víctimas, porque tuvo fuertes altercados con ellos, además, para nadie era un secreto su personalidad maquiavélica y su psicopatología que lo hacían un coctel de muerte andante. Pero, la situación con la tercera víctima era a otro precio, al menos eso afirmaban los sanitarios, directivos y uno que otro empleado y paciente del lugar. La catalogación para ellos siempre fue: “uña y mugre”. Con respecto a la oportunidad, se hubiese creído que no se tiene, pero tras el video de la gitana y el descubrimiento de que el travestido era él, la investigación y la corporeidad del homicida se hizo palpable. Siguiendo este fluir de circunstancias, tanto para Ana como para Damián, el asesino tiene nombre y apellido, pero hace falta la evidencia que así lo demuestre; ya con ella el interrogatorio es pan comido, piensan simultáneamente el inspector y la forense.

Ana se pone de pie. Son las dos y cuarto de la mañana. La luz se opaca cada tanto. Problema de la electricidad o las bombillas. El hombre sin rostro del primer asesinato está tomando rasgos, formas que el público en su momento apreciará, al igual que disfrutará ver caer de su pedestal a la médica forense cuando Víctor Serrano, fiscal de Ciudad de Ivazú, destape ante el Distrito y la prensa la verdad, su verdad. De esta manera, puede agarrar al toro por los cuernos e inculpar de frente a Samuel Camacho.

Ella sonríe.

—¿Qué os causa gracia?

—Lo que haré, será un suicidio profesional.

Damián cierra la boca antes de emitir una opinión no requerida. Una propuesta, el acercamiento de dos almas solitarias que, directa o indirectamente, se quedarán sin empleo, viajantes o hacedores de pan.

El tiempo trascurre. Pero, ambos están a la espera de que el silencio se fracture. Caballero, desde su silla, contempla con profundo interés a esa mujer que se trasforma ante él a cada minuto, flota, ya no es un ancla, más bien un salvavidas que fluye, existe para la esencia de otros, una especie de heroína suicida.

La insatisfacción de Ana crece por el hecho de estar observando de manera pasiva su entorno. En ese lapso, mientras las manecillas del reloj son movidas, las personas deambulan y los coches se deslizan por las vías iluminadas de Ciudad de Ivazú. En ese recinto de oficina gubernamental que ellos habitan no está pasando nada más allá de dos seres humanos exhalando gas carbónico y dejándose llevar por la inercia de haber encontrado al criminal, pero sin más voluntad que pueda llevar a capturarlo, algún otro flanco que lo lleve a la horca:

—¿La Pitonisa declaró? —pregunta ella.

—Sí.

De hecho, el hombre había estado por hablarle sobre el testimonio o declaración de Lucía Albarrete Pinzón, pero no encontraba el momento adecuado para decirle que esa iba a ser otra soga que lo atara a la condena. Aunque él tiene el informe judicial, no sabe qué tan bueno o malo sea ofrecer su lectura a la forense, ya que en las últimas horas ha leído bastante, su escritorio lo dice, igual las marcas oscuras bajo sus ojos, y las mil y una tazas de café bebidas a lo largo de la jornada desde que inició la investigación.

—¿Qué ha dicho?

—Narró todo —contestó el inspector para abreviar palabra y tiempo—. ¡Joder! Que le ha montado un pollo, que, de seguro, es tío será inculpado.

Ana lo aceptó. Se daba por bien servida al pensar que aquella mujer, La Pitonisa, fuera otro punto de quiebre para el tarotista o el individuo que, para ella, poseía tantos nombres. Uno de pila, Samuel Camacho y los alias: El Tarotista, puesto por ella y la prensa dada su afición a los naipes del tarot; el Chamán, así se hace llamar por su gusto hacia la magia, las cartas y el destino, y por último, El Ermitaño o El Solitario, como lo llamaba Dalí.

Los pensamientos de Ana regresaron de nuevo sobre uno de los alias de Camacho: El Chamán, y no pudo evitar preguntarse si este sobrenombre no estaría en concordancia con el de La Pitonisa. Tal vez en el pasado, hubiesen sido pareja hasta el momento en que él, Dalí, aparece en el San Juan Apóstol, se atraviesa entre ellos y El Chamán pierde a La Pitonisa. Ello, a causa de Dalí. Una forma más en la que el destino y el augurio juegan en su contra. Pero, esto ella no lo sabe ni lo intuye, solo es una mera ocurrencia al no tener datos más específicos sobre el ataque del asesino a la bruja y tampoco requerirlo. Imagina, sin que el inspector lo comente, que El Tarotista la atacó por algo tan básico como ser la testigo principal. ¿Qué más sería? Aunque también cabe preguntar, ¿por qué no lo hizo antes?



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En el texto hay: misterio, crimenes, tarot

Editado: 13.01.2025

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