El temple del vacío

Capítulo 7 – Purgatorio olímpico

Era asqueroso y aterrador, hasta el punto en que no quedaba rastro del cuervo, solamente sus negros ojos.

Ella volvió a hacer presencia; el blanco de sus cuencas iluminó todo el lugar. Las sombras se apartaron, haciendo que el aura que desprendía fuese de puro terror. Su sonrisa macabra volvió a trazarse en su rostro.

Los ojos del ave levitaron y se dirigieron a sus espantosas manos oscuras, cubiertas por una penumbra peculiar. Sus dedos simulaban ser afiladas garras.

Cuando los tuvo en su poder, me miró fijamente. Levantó su otro brazo y señaló mi rostro. Inmediatamente, todos los demonios que la rodeaban me miraron. Yo era el siguiente objetivo. En tan solo un segundo, comenzaron a correr hacia mí. Algunos cojeaban, otros se arrastraban sobre el suelo. Todos agonizaban y gritaban.

Corrí en dirección contraria. Sus gritos eran desesperantes. No quería voltear hacia atrás. Sentía cómo sus afiladas garras rasgaban mis piernas, cómo saltaban hacia mí para devorarme.

De frente me topé con un enorme acantilado. No frené. Ellas tampoco.

La caída parecía eterna. Quería gritar, pero el nudo que tenía no me lo permitía. Sentía miedo. El corazón me quería explotar, y el suelo se acercaba más y más.

Pero, en un momento, frené. ¿En el aire? Sí.

Sentí un golpe duro en el estómago que me dejó sin aire. Algo me había detenido. Era grande. ¿Una roca? No lo parecía: tenía dedos.

Era una mano enorme que había llegado a mi rescate. Un coloso que se sostenía del muro del abismo.

Las sombras siguieron cayendo hacia el vacío. Trataron de sostenerse sobre él, pero se agitó para que siguieran cayendo.

Luego de unos minutos, donde solo se escuchaban sus jadeos, logramos llegar a la cima. Él, con su brazo, me pasó a su espalda, envuelta en una roca negra.

Estábamos delante del trono del cuervo. Habíamos cruzado ese enorme agujero.

El coloso empezó a caminar hacia adelante, donde cada paso equivalía a más de un kilómetro. Delante nuestro, una montaña de tamaño olímpico, con un panteón colosal en su cima.

—Allí se encuentra tu salvación, Dante —dijo, con una voz grave que expresaba melancolía y cansancio fusionados.

No podía hablar. El nudo en mi garganta seguía presente.

—Haz un intento de salvar este mundo que llevaste a su destrucción. Piensas que solamente es una alucinación, un simple sueño, pero es más que eso, Dante. Son los demonios que dejaste entrar al querer buscar paz.

No podía pensar. Mi cabeza estaba en blanco, como si se apagara y solo lo escuchara.

—Ella no es una simple sombra. Es tu verdugo, reclamando tu alma. La que lee tus textos. La que, al abrazarte, hace que todo se vea distante e inalcanzable.

Tú la invocaste al esconderte en la oscuridad como un cobarde, bajo una capucha que no te hace ver fuerte; solo te muestra más vulnerable de lo que ya eres.

Ella es la presencia de lo que no tienes, y los ojos de tu carencia. Su entrada nos condenó a todos... y a ti también.

Desmembró tu libertad y encerró la esperanza que aún conservas al levantarte cada mañana. Sus ojos blancos realizaron el trazo en el que se convirtió tu mente.

—¿Por qué te niegas a hablar, actuar o pensar, Dante? Nadie te está impidiendo hacerlo. Ese nudo que tienes… es inexistente.

—¿En dónde estoy? —pregunté.

—¿Aún no lo sabes, o acaso nunca has visto tus pupilas a través del espejo?

—Entiendo —dije.

—¿Qué pasa, te quedaste sin palabras? ¿Por qué no te desahogas, simplemente? ¿O no quieres llorar frente a algo que ni siquiera existe, Dante?

Alrededor, la enorme nube blanca de la tundra dejó caer un par de gotas de agua. Se sentía paz mientras el coloso caminaba, y la lluvia se intensificaba de manera suave, pasando desde mi cabello hasta la nieve del suelo. Extrañamente, no se sentía frío: era un calor peculiar.

El paisaje, para mí, dejó de ser gris y se transformó en una enorme calma blanca, con un pequeño destello naranja que se situaba sobre el panteón, haciendo que todo alrededor de dicha montaña adquiriera ese color.

No lo pude evitar: sentí cómo mis lágrimas comenzaban a invadir mis mejillas.

Pero se vio interrumpido cuando sentí, otra vez, su mirada sobre mis hombros.

—Ella desea tu luz.

—Solamente no mires atrás, Dante. Observa hacia arriba y piérdete en el color y el temple de tu vacío.

Desperté. Sentía cierta acidez en los ojos, y mis mejillas estaban húmedas. Solo me limpié y me levanté. Era algo tarde, pero no sentía hambre.

De inmediato la recordé a ella. Me había pedido que le hablara, así que le escribí:

—Hola, ¿cómo estás?

¿Cómo es posible que siga sin saber su nombre? Sé que me lo dijo, pero estaba tan distraído en su rostro que simplemente no lo recuerdo.

—Hola, Dante. Muy bien —su respuesta fue rápida, así que me dispuse a hablar un rato con ella.

—¿Y qué tal estás?

—Bien —le respondí.

—No parece. ¿Por qué no me dices cómo te sientes realmente?

Su pregunta fue algo directa. ¿Por qué no se quedaba solamente con la primera respuesta?

—¿Por qué lo dices?

—Porque no te esfuerzas en ocultarlo.

—No es nada, en realidad —le dije—. ¿Y qué tal tu día?

La conversación tomó otros temas, hasta que se hizo tarde. ¿Hablé todo el día con ella? Parece que sí. Es una persona bastante agradable y me sentí bastante cómodo.

Aunque, cuando preguntaba qué tal me sentía, simplemente mi mente quedaba en blanco.

Cuando le mencioné que escribía, se entusiasmó bastante, y me dijo que le encantaría leer uno de mis textos. ¿Por qué ponía tanto interés? Quedé en, algún momento, mostrarle alguno.

La noche llegó. Me despedí de ella y me acosté en la cama, pensando en si, al regresar a la tundra, volvería a presentarse aquella paz.

Cerré mis ojos… y al volverlos a abrir, estaba nuevamente sobre su espalda.

—¿Qué crees que haces, Dante? —preguntó.




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