Cuando el pedazo de tela que usábamos para limpiar el vómito de los ebrios me dio en la cara recordé que era hora de limpiar los escupideros junto a la puerta. La taberna de mi padre tenía dos puertas conocidas y una oculta, esa era la especial, la que yo conocía pero nunca tenía permitido usar.
—¿No me necesitas aquí? —le pregunté y él negó gruñendo mientras servía cerveza.
—No te necesito, vete.
Tomé el pedazo de trapo, el escupidero que usaría como reemplazo y salí detrás de la barra sin preocuparme demasiado porque todo el lugar estuviera lleno de idiotas. Siempre lo estaba, sobre todo de marineros, mujerzuelas y piratas.
—Esos idiotas te dan de comer —decía papá con voz ronca porque cuando no dormía estaba recuperándose de tanta bebida.
No tenía permitido quejarme.
Esa noche lo conocí. Recuerdo que salí a vaciar el escupidero e intercambié algunas palabras con unos tontos recostados a un lado. Eran adultos, obviamente, pero también eran esos marineros que viajaban y vivían en el límite de la ley. Papá siempre dijo que me aleje de ellos, solo que cuando ellos decidían tomarte como entretenimiento se volvía imposible.
Terminé con la primera cubeta y caminé hacia el vertedero de desechos para vaciarla. Limpié vagamente los bordes con el pedazo de tela y caminé hacia la puerta trasera. Papá me veía desde el otro lado de la barra de bebidas molesto, me estaba tardando demasiado y se acumulaban las personas a su alrededor.
La segunda puerta era la buena, por ahí huían los tontos que le pagaban a papá para que los salve de los soldados y casi siempre estaba cerrada con una llave que él y yo colgábamos en el cuello. Solo que esa noche no, esa noche estaba abierta y solo podía significar que alguna mujerzuela logró seducirlo para que se la entregué.
Salí para corroborar que había pocas personas allí, casi todas medio desmayadas o con las ropas bajo las rodillas de cara a la pared y que me bufaron un “largate, idiota” cuando dejé que la luz de interior los revele. Los ignoré, sabía por experiencia que luego les entraría ganas de vomitar los litros de alcohol que tenían encima y limpiarlo era mi trabajo, poner la cubeta vacía quizás pueda evitarme una o dos sorpresas.
Esa fue la primera vez que lo vi. Sentado en el suelo con la espalda contra la pared, con una botella en la mano y tan lleno de su propio vómito que no comprendía por qué aún seguía consciente y me miraba con el rostro somnoliento. Tenía mi edad, quizás un poco más, once o doce, y estaba muy sucio, pero tenía en su mirada el desafío propio de las personas que frecuentaban la taberna.
—¿Qué miras? —gruñó con la voz ronca.
—Estas junto al escupidero —señalé y él dejó caer la cabeza hacia el contenedor a su lado.
—¿Esto?
—Si. —Hizo ademán de apartarse y cayó en cuenta de que estaba completamente sucio. Sonrió. ¿Por qué sonreía? Me extraño. ¿Estaba cubierto de mierda y le parecía divertido?
—¡Tajo! —Me giré hacia mi padre en la puerta trasera con el fregadero en la mano, muy enojado—. ¿Qué demonios haces aquí?
—Limpiando los escupideros —dije con voz vacía para evitar problemas. Me incliné sobre el balde casi lleno y coloqué el nuevo.
—¿Y por qué te tardas tanto?
El chico me miró con los ojos brillantes por tanto alcohol y parpadeó lento, tomando una respiración profunda. Sabía lo que significaba eso, una oleada de vómito estaba haciendo todo por salir disparada de su boca y él intentaba contenerlo.
Fue en vano y cuando se enderezó tomó el balde a medio llenar y liberó lo que había en su estómago.
—Diablos, qué asco —dijo uno de los idiotas semi desnudo sobre el cuello de una mujerzuela, se apartó de ella y miró a mi padre—. Hombre, esto es un asco.
—¡Pues lárgate si no te gusta! —le gritó de vuelta y luego lanzó el trapeador—. ¡Tajo, limpia! ¡Rápido! —Tomó al idiota del cuello y se lo llevo dentro de la taberna.
Aparté el balde de vómito del chico y comencé a limpiar a su alrededor sin prestarle mucha atención, no era extraño y ya estaba habituado a limpiar alrededor como si no fuera más que un mueble pero con él fue diferente. No sé por qué, no sé cuál era su motivo de mirarme extrañado, solo supe que llamé su atención cuando se limpió la boca con la mano y me miró.
—¿Te llamas Tajo? —preguntó y asentí lanzándole el pedazo de tela para que termine de limpiarse mientras seguía trapeando manchas extrañas a pocos centímetros de su pierna—. ¿Qué significa?
—Nada.
—¿Nada? —parpadeó—. Es un nombre extraño. Tajo. Tajo...
Lo repetía de manera extraña, con un tono que había oído cientos de veces cuando intentaban descifrar por qué era tan particular o por qué mi padre lo soltaba con tanto desprecio.
—Escupitajo —aclaré.
—¿Dónde? —preguntó él enderezándose para mirar alrededor con asco, como si estar cubierto de vómito no fuera suficiente asqueroso. No lo mencioné.
—Es mi nombre —dije y coloqué a su lado el balde vacío y limpio.
—¿Escupitajo? —preguntó asombrado y luego avergonzado—. Es un nombre único…
—Si.
Tomé el trapo sucio, me lo coloque al hombro y luego cargué con el balde y el trapeador en los brazos para volver adentro. Ya se oía la música y los gritos que intentaban ser cantos, eso solo podía significar la hora feliz para mi padre, cuando pagaban más.
—¿No preguntarás cómo me llamó? —dijo el chico cuando llegue a la puerta y yo oí mi nombre por encima de todos los idiotas.
—No.
—¿Por qué?
Mi padre volvió a llamarme, quería vino de la bodega.
—Porqué no me interesa —respondí y él me miró un momento con una expresión extraña, como quisiera saber qué sucedía conmigo o porqué era tan frío, todos preguntaban sobre eso, mi actitud desconcertaba, pero en cambio volvió a sonreír con todo el rostro y se recostó en la pared, ignorando la línea de orina fresca junto a su hombro.