—Aquí —dijo Jet señalando el libro encima de la barra y entregándome una pluma. Era el único que tenía permitido entrar para ayudarme a sumar y restar, los otros dos debían quedarse fuera.
Les daría una botella de ron, secretamente todavía me importaban sus adicciones y los necesitaba para que los idiotas que querían aprovecharse de que aún parecía un niño no se acerquen, pero esperaría unas horas para dárselas.
Jet escribió algunos números junto a los márgenes y otros con signos en medio. Me explicó cómo contar con los dedos y luego me indicó sentarme mientras se hacía cargo de los pedidos.
Era sencillo, debía ser sencillo, las personas lo hacían. Los adultos lo hacían. Por qué yo no podría.
Pasó un rato largo y los borrones se hicieron constantes. No entendía, había algo que estaba haciendo mal.
—¿Qué haces? —preguntó un hombre sentado del otro lado de barra con una botella de vino y un vaso.
Lo mire un momento, jamás lo ví en la taberna. Volví al libro.
—Cuentas.
—¿Por qué?
—Porque debo hacerme cargo de la taberna y todos me ven cara de tonto.
Alzó una ceja.
—¿Tú eres el encargado de la taberna?
—Si.
—¿No eres muy niño?
Le lancé una mirada molesta.
—No.
Rió alzando las palmas.
—¿Quieres ayuda?
Entrecerre los ojos.
—¿Sabes?
Bebió un poco de vino y chasqueó la lengua encogiendo los hombros.
—Me defiendo.
Lo observé mejor, el bronceado en su rostro, las arrugas marcadas y su barba recién afeitada. Llevaba ropa normal pero olía a mar y pescados.
—¿Eres un idiota? —pregunté.
—A veces, ¿tú?
Alcé el libro.
—Trabajo en ello. —Volví a mirar su atuendo, no parecía un pirata sino un marino muy desaliñado y sucio—. ¿Los idiotas saben cuentas?
—Algunos sí.
—Bien.
Le entregué el libro mirando de reojo que Jet conversaba con alguien que señalaba el nuevo muro de carteles sobre los idiotas más buscados. Los había colgado para llamar la atención de todos y funcionó, a quien no le gustaba ver su rostro y la recompensa por su cabeza. A Raven le llevaba el ego y a mi los bolsillos. Fue una buena idea.
Jet y el otro hombre se rieron, parecían conocidos, quizás amigos.
Los ignoré y miré al hombre frente a mí apuntar con el dedo a una mancha de carbón.
—A ver, aquí dice… ¿Qué es ésto?
—Cuentas. Dijiste que sabías —magulle desconfiado y él parpadeó desconcertado hacia la página.
—No eso, ésto —dijo y señaló las notas de mi madre ocultas bajo las cuentas.
—Oh, símbolos.
Me miró con los ojos muy abiertos.
—¿Sabes quién hizo estos símbolos?
Encogí los hombros.
—Mi madre.
—¿Quién es tu madre?
Solté una mueca.
—Todos aquí dicen que es una loca.
—Esto no lo hizo una loca —dijo negando y de repente sentí algo extraño en el pecho, cálido, agradable y a la vez desesperante.
—¿Sabes leerlos? —pregunté pensando en ella y en mi padre rebanandose los sesos para intentar entender lo que decían esos libros.
En todos esos años solo ella supo leerlos y comprender, ni siquiera un erudito que papá conoció en la isla pudo, pero de repente allí había un hombre extraño que decía que sí. Comprendía, sabía, y sonreía con alegría y asombro.
Me recordaba a alguien.
Baker.
—¿Quieres entender? —preguntó y la sensación de desesperación creció haciéndome sonreír y mover la cabeza de arriba abajo.
—Si, quiero. — El hombre sonrió y tomó el libro para leerlo mejor. Oí a alguien más. Jet se estaba aclarando la garganta a pocos metros para hacerme entender que me vigilaba. Era cierto, tenía prioridades y aunque finjamos que no eran tan necesarias lo eran. Papá volvería y la taberna tenía que estar igual que cuando partió. Eso le pedí a Jet por la mañana, eso me llevó a sacar uno de los libros de mamá. Tomé una respiración profunda y miré los símbolos extraños aplacando la desesperación con paciencia—. Primero enséñame cálculos y luego los símbolos.
—Bien. —El hombre asintió sonriendo, parecía entusiasmado, me recordaba al brillo de Baker cuando hablaba de alguna aventura. Eran muy parecidos en su manera de hablar y de contar sucesos, sueños e historias—. Soy Eric.
Me sentí cómodo, tranquilo y, por primera vez, experimenté el entusiasmo.
—Soy Tajo.
. . .
—¿Qué tan bueno eres con la espalda? —preguntó Jet con una espada más que de costumbre en las manos y una sonrisa que indicaba que lo estaba por hacer, enseñarme a cómo sacarme el ojo por accidente, le gustaba.
Solté una mueca sentado junto a la barra.
—Soy mejor en combate.
—Eres pésimo en combate —agregó Vesper con voz ronca, bebiendo, como siempre, en el suelo junto a la puerta.
Jet lo ignoró.
—¿Tu padre no te enseñó nada sobre espadas?
Encogí los hombros.
—Si te acercas a la punta te lastimas.
Jet me miró un momento para comprobar que no era una broma, sostenía en sus manos una espada afilada y algo vieja y por un momento recordé cómo Vesper me dio una paliza sin siquiera esforzarse como un presagio de lo que iba a pasar. Y él también lo supo porque me tendió el arma con duda, soltó una mueca y dijo:
—Intenta no apuñalarte.
La tomé. Había sostenido espadas como esas muchas veces, casi siempre por los idiotas que se las olvidaban en cualquier lugar de la taberna luego de una noche de alcohol y celebración. No me gustaban. Papá una vez tuvo que pelear contra alguien que intentó robarlo con una de ella y logró desarmarla en cuestión de instantes. Era bueno peleando; rápido, como dice Raven. Siempre ganaba.
Jet me ordenó levantarme y hacer una postura parecida a la que él ponía antes del combate. La mano ya no me dolía tanto y podía moverla un poco a pesar de no tolerar mucho peso ni mucho tiempo sosteniéndolo. Me miró y frunció los labios, lo estaba haciendo mal. Movió un poco mi brazo, mi pierna, la cabeza y luego me dijo que apunte adelante.