Intenté levantarme.
—Será mejor que descanses —dijo Baker empujándome de nuevo a la cama.
Apreté los dientes con fuerza.
—La taberna…
—Todo irá bien —dijo con voz baja y ronca—, descansa.
Aún tenía el rostro lleno de sangre y la herida de su labio seguía abierta. Quería decirle que se ocupe de él, que se cubra la herida y que por favor vuelva a ser el mismo de siempre. Quería volver a poner los carteles de se busca bajo su nariz para que sonriera y deje de verme intranquilo, preocupado. Apenas tenía algunos golpes, ni siquiera me habían herido lo suficiente para estar en esa cama.
Me sentía débil, triste y confundido.
Tomé una respiración profunda y ahogué una mueca por el ardor que todavía no abandonaba mis piernas. No lograba mantenerme en pie ni mover mucho los brazos, tenía miedo de que fuera irremediable, que esa sensación de debilidad no abandonara nunca mi cabeza. Eso haría enojar a papá.
Tanto tiempo, tanto entrenamiento, para nada. Que patético.
Oí algo en la taberna, pasos, conversaciones.
—¿Quién se encarga de…? —Intenté volver a levantarme, pero él me empujó a la cama con paciencia y calma.
—Mi padre escuchó lo que sucedió en el muelle y vino a ayudar con Brighton, y Layla intenta controlar todo con la ayuda del Marino , no te preocupes.
Tragué saliva y me recosté fingiendo que la tensión en mi estómago no existía. Baker olía a sangre y el estómago se me revolvía por ello. No me gustaba. No me gustaba verlo herido, con el rostro hinchado y lastimado. No quería verlo así. Todos ellos estaban heridos.
Era mi culpa. Si él no hubiera dormido allí no estaría herido, Layla tampoco.
Tomé una respiración profunda, evitaba mirarlo desde que logré volver a moverme pero lo hice.
—Tu mejilla —señalé con un hilo de voz.
—Estoy bien.
—Lo siento —musité.
Lo oí moverse.
—¿Por qué?
Los hirieron porque no fui capaz de defenderme.
Sacudí la cabeza y todo alrededor comenzó a girar.
Me dejé caer agotado y cerré los ojos con fuerza.
La presión en mi garganta no disminuía, quizás ese hombre me dejó marcas.
Lo ignoré.
—Baker, cuéntame una de tus aventuras.
—¿Cuál quieres oír? —preguntó con voz baja.
—Todas…
Solo quería oírlo, pensar que volvíamos a tener once años y que papá se encargaba de todo como siempre. No me necesitaba, diría y me dejaría en la habitación hasta que la campana suene. La historia de Baker nos acompañaría desde la bodega hasta la barra y ambos apostaríamos para llevar más.
Quería volver a sentir esa tranquilidad y por el momento la voz de Baker era lo único cercano a eso.
. . .
La madera de la habitación rechinó y alcé la cabeza tan rápido como el chico a mi lado que tomó la espada para enfrentar al enemigo. Su padre apareció en el umbral con la camisa manchada, un delantal a la cintura y algo parecido a una sonrisa divertida.
—Muchachos soy yo —dijo alzando las manos y ambos dejamos caer los hombros—. ¿Cómo se encuentran?
Mierda, compasión.
—Bien. —Apreté los dientes e intenté levantarme. La cabeza de Baker giró hacia mí y me tomó por los hombros para devolverme a la cama.
—Descansa —repitió y por primera vez en horas lo miré, molesto.
—Estoy bien —gruñí.
—No me importa, descansa.
—Debo atender la taberna.
Me miró con dureza.
—No.
La hinchazón de su rostro había desaparecido y sus ojos volvieron a ser los de siempre. O lo más parecido. La sangre seca le manchaba la mitad de la cara, el ojo se le puso oscuro y el labio cortado tenía una costra negra con bordes violáceos.
La tensión en mi estómago volvió pero luché contra ella apartando la mirada.
—¿Baker, hijo, quieres dejarme un momento a solas con Tajo?
Bake titubeó mirándome como si quisiera que diga algo. No lo hice. Se levantó arrastrando los pies, caminó hacia la puerta y se detuvo un momento antes de salir.
Exhalé.
La tensión siguió allí. ¿Por qué?
Tiberius entró a la habitación como si ya hubiese estado allí antes pero miraba todo como si no, se sentó en el lugar que ocupó Baker un momento antes, apoyó los codos en las rodillas y suspiró.
—¿Tajo, cómo te encuentras?
—Bien.
—Oí lo que sucedió…
—Estoy bien.
—Lo sé —dijo y guardó silencio. Miró alrededor, tomó uno de los libros de mi madre para mirarlo, pasó algunas páginas y lo cerró. Tomó otro con calma, leyendo mis traducciones con los ojos entrecerrados—. ¿Tú lo hiciste? —Me miró y asentí. Dejó el libro en su lugar—. ¿Tajo, qué sabes de tu padre?
Podría darle una descripción de su aspecto pero estaba seguro de que no era lo que quería saber.
—Salió.
—¿Sabes a dónde fue?
—No.
Se inclinó hacia un lado y metió la mano dentro de su camisa. Sacó un papel.
Una carta.
Me la tendió.
—Tu padre me la envió hace algunas semanas —dijo. La tomé y la abrí para leerla—. Él me pidió que te protegiera.
Lo miré, no podía concentrarme. La cabeza me daba vueltas.
—¿Qué?
—Puedes venir conmigo si quieres.
Sacudí la cabeza.
—¿Por qué? No comprendo, ¿qué sucede?
Volvió a suspirar. Tiberius tenía arrugas en todo el rostro y un brillo que le alcanzaba los ojos sin la necesidad de sonreír, pero también había algo oscuro en su interior. Parecido a la tristeza del tiempo que cargaban todos los capitanes viejos que llegaban a la taberna.
—Yo tampoco lo sé —admitió—, pero Baker me contó lo del ataque y la nota cobró sentido para mí. Vendrán por tí.
—¿Quién?
—El rey.
—¿Qué quiere el rey de mi?
Apretó los labios.
—No lo sé. —Mintió y eso me hizo volver la vista a la carta, Todavía no la comprendía—. Tajo, si quieres puedes venir conmigo, con Baker. Te protegeré, mi tripulación lo hará.