Solté una mueca, miré a Ye joon, a Baker y el enorme vaso de licor que una mujer de senos enormes puso en mi mano. No se parecía a las cortesanas de La casa del dragón, sus ojos eran redondos como los míos y su cabello era rubio. Sonreía con los dientes amarillentos y los labios rojos. Me recordaba a las mujerzuelas de la taberna. Todo el lugar me recordaba a la taberna; los pisos de madera húmeda, los techos con vigas sucias, las mesas rotas y reconstruidas. Había una enorme barra de madera lisa y limpia donde los ebrios se recostaban a descansar, y del otro lado una enorme pared y dos mujeres que atendían desde el otro lado de la barra con una sonrisa fingida. La misma que yo tuve muchas veces, que papá también tuvo. Y detrás, una cortina de tela. Eso me devolvió a la realidad.
El vaso de licor estaba casi lleno porque no quería beber. No sabía bien, o sí, pero no era lo mismo. No quería estar allí.
Quería volver a la isla, a mi taberna, a mi licor.
—¿Cariño, estás bien? —preguntó una voz a mi lado, la misma mujer de senos grandes que me tendió el vaso me miraba de manera extraña con la mano en la cintura y la otra en el aire con una bandeja de vasos.
Baker también me miró. Él sí estaba ebrio, o al menos había bebido un poco. O más bien había bebido lo suficiente.
Negué con una mueca y me enderecé.
—No me siento bien, estoy un poco ahogado…
Ye joon rió, pero lo ignoré cuando la mujer se inclinó colocando los senos cerca del rostro.
—Cariño, quizás necesitas un poco de aire.
Me levanté.
—Si, seguro es eso…
—Voy contigo —dijo Baker, y cuando intentó ponerse de pie Ye joon terminó de beber de su vaso y lo golpeó contra la mesa para llamar la atención.
—¡Todos iremos! —gritó.
Negué.
—Quédate —dije a Baker y él vaciló—. Volveré en un momento.
Caminé hacia la salida ignorando los comentarios de los idiotas ebrios hacia las mujeres que iban y venían con alcohol, bailando, cantando o atendiendo, y tomé una bocanada cuando una ráfaga de viento me dio en el rostro.
Tomé una respiración caminando hacia un costado y me detuve con la espalda contra la pared.
Llovía. Había viento suficiente para que las calles se vaciaran y las mujeres en los balcones desaparecieran. Los faroles se habían apagado, estaba oscuro como en el mar, como en esas noches que asomaba la cabeza y no veía más allá de mi nariz, y el frío me hizo estremecer y abrazarme por los hombros, pero no volví dentro. No quería. No era mi taberna.
Unos idiotas se acercaron tambaleándose y sosteniendo la pared con la mano. Por lo mojados que estaban huían de la tormenta, pero al verme se detuvieron y entrecerraron los ojos. Uno de ellos inclinó la cabeza, otro sonrió y dijo algo por lo bajo, otro gruñó sujetando el cuchillo en su cintura y el último, el que estaba más cerca, escupe junto a mi pie como si en realidad quisiera escupirme a mí, y siguió de largo.
Miré a los demás seguirlos por detrás con sonrisas extrañas y cuando el último golpeó junto a mi cabeza con el dedo, me volteé.
Que imbécil.
Ahí estaba yo de nuevo, serio, molesto, disparando un arma contra alguien que no estaba dibujado y luciendo tan estúpidamente valiente que no me reconocía.
Demonios, mi recompensa había aumentado de nuevo. ¿Por qué?
Y justo debajo, como una respuesta a mi indignación, vi el rostro serio y desdeñoso de mi padre.
Un cartel de recompensa.
¿Era él?
Lo arranqué de la pared y me acerqué a los faroles de la taberna.
Era él, solo que se veía más joven. Tenía el cabello más corto y cuidado, las arrugas de su rostro, la oscuridad bajo sus ojos, la barba descuidada, todo había desaparecido. Tenía un uniforme de La Marina abrochado hasta el cuello, hombreras doradas con flechos, medallas de colores sobre el pecho y un estúpido gorro con una insignia marina sujeto sobre el pecho con el orgullo propio de un Marino.
Exhale temblando.
Estaba vivo.
Los ojos me ardían.
No podía verlo.
Lo buscaban, pedían mucho dinero por él. Era peligroso, decía el cartel.
Me reí por lo bajo, casi llorando, casi perdiendo la cordura.
Lo buscaban porque estaba vivo.
La presión en mi pecho disminuyó y reí por lo alto, mirando su desdén, la semi sonrisa arrogante. Había sobrevivido, huyó y logró que la Marina lo busque como si fuera un delincuente, un pirata.
Solté otra carcajada y la presión volvió a mi estómago.
Estaba vivo y quizás ya había llegado al refugio. Quizás estaba esperándome.
Esperándome.
Mierda.
Un sentimiento de pánico se me cerró en la garganta y miré el cielo oscuro.
¿Qué demonios hacía en esa taberna? Debería estar leyendo el diario y las notas de mi madre.
Debería volver al mar, cruzar la tormenta, llegar. Pero ¿dónde? Mierda, debería saber dónde ir, dónde quedaba el refugio. Habían pasado días y aún no sabía dónde estaba.
Tragué saliva, su mirada de desdén parecía decirme que era un bueno para nada, que no podría, que debería volver a la habitación para cubrirme. Lo oía decirme que se había equivocado, yo no sabía suficiente. Era un bueno para nada que no lo lograría, no podía. Yo no era como él, como ellos.
No debería existir.
Apreté el papel en el puño y lancé una mirada hacia el camino de vuelta a donde nos alojabamos. La lluvia era fuerte y hacía frío, había relámpagos, rayos y algunas personas corrían para resguardarse, pero eso me aclaró la mente. No debería estar allí, debería buscar el camino al refugio para que vea que no era un bueno para nada. Sabía pelear, sabía leer, podía hacerme cargo de la taberna y cruzar el mar si él lo pedía. No debería existir pero podría hacerlo sin que tenga que volver a protegerme.
—¿Tajo, cómo te sientes? —Me detuve con un pie bajo la lluvia y miré a Baker a mis espaldas, iluminado por los faroles de la taberna que comenzaba a calentarse por el baile, la música y el alcohol. Parecía confundido, como si se le hubiera borrado la sonrisa—. ¿Qué haces? ¿Qué es eso?