Entreabri los ojos molesto por los golpes en el metal y me giré sobre la espalda para mirar hacia los barrotes que me mantenían prisionero en el navío del viejo. Me habían llevado con las manos atadas con una soga que a su vez sostenía uno de los subordinados del viejo y que usaba cada tanto para lanzarme al suelo o reírse. Era un imbécil. Al llegar en el bote en el lateral del barco había visto pintado el nombre Victoria y cuando comprendí la magnitud de aquel navío comencé a preguntarme cómo no lo habíamos visto. No era el mismo que íbamos arribar, este era más largo y su madera era oscura y vieja, pero la bandera azul con rosas si parecía la misma y en cuanto la vi sujeta a un mástil supe que todo fue una trampa… Y yo como un tonto había caido sin pensar.
Cuando comencé mi viaje por el mar estaba en un lugar como aquel, encerrado entre paredes, mirando con impotencia como estaban por juzgarme, y en ambas ocasiones fue mi cobardía la que me llevó allí. Me sentía un imbécil, pero no como un pirata ni como un marino, sino como esos hombres que entraban a la taberna a pelear, a beber o a morir porque vivían una vida insignificante que no los hacía feliz y no tenían el valor de hacer algo por ellos mismos. Papá casi siempre los echaba, decía que la compasión era una enfermedad. Y yo me había convertido en uno de esos seres despreciables, o al menos así sentía que se sentían ellos, como un cobarde. Y eso me hizo pensar, ¿A mí también me hubiese echado? ¿Hubiese sentido compasión por mí? ¿Pena? ¿Asco? Sí, sería mejor que me lancé fuera a patadas.
Los golpes contra el barrote de mi celda se repitieron con más fuerza y miré al guardía de pasillo sonreír mientras hacía más ruido con el hacha oxidada que llevaba a todos lados.
Lo primero que dijo al encerrarme en ese lugar era que el óxido de su hacha era por la sangre de las personas que cortó a la mitad, pero por la manera en que desviaba la mirada comencé a creer que era mentira. Era unos años mayor que yo, con el rostro lleno de cicatrices de quemaduras y los hombros gruesos y cubiertos de músculos con más cicatrices y tatuajes horribles y más curados. Tenía media oreja derecha y la izquierda había sido mutilada, lo cual era asqueroso. También llevaba uniforme, como el viejo que hundió mi barco, solo que estaba más sucio y olía como si lo hubieran vomitado cientos de veces… y otras cientas más. Había veces que estaba lejos de mi celda y seguía oliendolo, ni siquiera sabía cómo dormía de tanto olor. Era un tipo muy desagradable a la vista… y a la presencia.
—¡Oye, es hora salir! —me gritó y no me moví, solo lo miré. Le molestaba, estaba seguro de que era uno de esos idiotas que les gustaba ver el miedo en sus víctimas porque lo vi reírse varías veces de los otros prisioneros, pero yo conocía a los de su clase y sabía cómo enfurecerlo. Era casi como un consuelo hacerlo y solo debía mirarlo sin hablar ni reaccionar—. ¡Oye, estoy hablándote! ¡Levántate!
Abrió la puerta de un tirón, balanceando el hacha sobre su hombro y bufó entrando enfurecido.
—¿Qué mierda te sucede? ¿¡Quieres que te mate!? —gritó y yo solo lo miré.
Iba a golpearme. Y me lo merecía.
—¡Moris! —gritó otra voz, era al anciano, podría reconocerlo con la voz rasposa. El tipo del hacha se detuvo con los hombros tensos y sonreí.
Eso lo hizo enojar más y a mí me hizo sentir mejor.
—Eso es Moris, vete a tu lugar —susurré solo para molestarlo y lo logré, porque avanzó embravecido y me tomo del frente de la camisa.
—No me fastidies, puedo equivocarme y asesinarte de una vez.
Seguí sonriendo y lo ví tornarse rojo antes de empujarme de vuelta al suelo.
Se apartó, alzó el hacha y seguí sonriendo. Casi podía ver el humo salir de sus orejas… o lo que quedaba de ellas.
Se detuvo.
—¿Qué sucede? —pregunté divertido—, ¿Necesitas permiso también para matarme, Moris?
Balanceó el hacha sobre su cabeza y la dejó caer. Me incliné hacia un lado un momento antes de que el filo atraviese mi hombro, y alcé el pie para golpear su mentón. Cayó hacia atrás con el hacha aún entre sus manos y me miró furioso, volviendo a alzar el hacha cuando vio que todavía sonreía.
Dejó caer el hacha a mi lado, esta vez había sentido cómo el corazón me daba un vuelco por lo cerca que había estado, y la sujeté antes de que pudiera apartarse. Golpeé su oído con la palma para desestabilizarlo y en cuanto se apartó arranqué el arma del suelo y me levanté.
Él me miró sujetándose el costado de la cabeza. Los agujeros de su nariz se veían más grandes y respiraba con fuerza.
Sonreí y tomé el hacha con ambas manos. No se parecía a una espada, era más pesada y tenía un balance diferente, no podría moverla de la misma manera pero comprendía que su peligro estaba en el filo. Sería fácil.
El tipo avanzó sobre mí y me escabullí hacia un costado, tenía las manos tan grandes que podría romperme el cuello si lo quisiera. Debía evitarlo.
Balancé el hacha y cuando quise atacarlo se movió.
Mierda, no podía cambiar de dirección.
La sujeto con una mano y con la otra mi cuello. Los dedos me quitaron el aire, comenzaba a sentir dolor, y cuando comprendí lo cerca que estaba di un paso al frente y lo golpeé con la rodilla en el estómago.
Era algo que había visto hacer a Vesper antes, conmigo y con idiotas que buscaban problemas en la taberna. Les quitaba el aire de un solo golpe y luego aplastaba sus orejas con ambas manos, eso los dejaba inconscientes.
Pero yo no tuve la misma suerte y cuando me sujeto de la pierna liberando mi cuello tuve que soltar el arma, dar un saltó y golpearle el rostro con la otra rodilla.
Caí libre, la nariz y la boca le sangraba pero tenía el hacha entre sus manos y los ojos rojos de furia.
Tomé una respiración para calmar el dolor de mi cuello y mi pierna, me preparé para tumbarlo a golpes y quitarle el hacha… cuando de repente la voz del viejo resonó en el pasillo.