Sentí algo extraño en el interior que me hizo tomar una respiración larga, más profunda que nunca, y toser con fuerza, haciendo que me retumben los oídos, la cabeza y los ojos.
—Despertó. ¡Despertó!
—Ay mierda —solté y apreté los párpados con ambas palmas como si pudiera arrancarme los ojos. Me moví hacia los lados, creo que grité, creo que maldije y dije cosas incoherentes, no lo sé, solo sé que quería calmar el dolor que tenía en el cuerpo, en la cabeza, sobre la piel. Sudaba, estaba empapado, y cuando quise levantarme sentí el dolor acrecentar hasta volverse insoportable, y en ese momento sí, grité.
—¿Qué sucede? ¿Qué…? ¡Mierda!
Algo cayó sobre mis hombros, era cálido, suave, me sostenía con fuerza hacia abajo y no me permitía moverme, gritar. No, si me permitía gritar, pero también me hablaba, aunque no entendía que decía. Era como una melodía que retumbaba y hacía que el dolor sea pausado, como agujas de un reloj, como golpes detrás de la cabeza. Lo empuje lejos, al menos lo intenté sin dejar de apretarme los ojos, y cuando la fuerza me presionó con más fuerza para retenerme volvió a suceder. Mis tripas se tensaron y comenzaron a arder hasta llenar todo mi interior, todo aquello subió a mis hombros, a mi cabeza, bajo por mis piernas, a mis pies, y estalló.
—¡Aléjense de él!
—¡Hay que ayudarlo!
—¡No, tú aléjate de él!
—¡No entiendes, él…!
—¡Aléjate!
—¡Traigan agua! ¡Rápido!
Apreté los dientes, los ojos, las palmas, apreté las piernas juntas y sobre mi pecho, los codos en mis costillas, quería retener el ardor de mis tripas porque era lo único que no me hacía sentir dolor, quería gritar aunque sienta que las sienes me iban a estallar, sostuve el calor en interior hasta que no tuve más dolor y solo sentí vacío, calma, y un instante después, nada.
. . .
Abrí la boca y grité hacia adentro para llenarme de aire, no podía respirar. Apreté las piernas con las manos para tocar algo, para sentir que había algo allí, que estaba vivo de los pies a la cabeza y que podía sentir las uñas lastimándome. No podía hablar, no…
—¡Oh dios, despertaste! —giré la cabeza hacia la mujer junto a mí y me tomé un momento para fijar la mirada en cada uno de sus rasgos. La conocía, sí. Ella era… Se levantó de un saltó y corrió hacia una puerta en el fondo de la habitación gritando—. ¡Despertó! ¡Ya despertó!
Todavía no podía respirar. El pecho me quemaba y al mirar abajo vi como subía y bajaba rápido. Estaba ahogándome. Busqué alrededor una ventana y parpadeé al ver el pequeño ojo de buey del otro lado de la cama, abierto. Me incliné en busca de aire, pero no era suficiente. No era… Me levanté.
—¿Qué haces? Debes descansar —dijo la mujer caminando de nuevo hacia mí con las manos alzadas. Negué pasando por su lado tan rápido que no le dí tiempo de sujetarme y corrí a la puerta—. ¡Baker, vuelve!
Me detuve fuera. No había aire, estaba dentro de un pasillo alargado de madera, con luces eléctricas a cada lado vibrando a mi paso, como si supieran que estaba allí y me hablaran. Brillaron cuando di varios pasos hacia la izquierda y se detuvieron cuando me detuve por la voces. Corrí en dirección contraria apresurado, con las tripas ardiendo, con el corazón apretado con tanta fuerza que parecía que era él quien no me permitía respirar.
—¡Espera!
Llegué al final del pasillo donde otro se dividía en dos y las luces volvieron a brillar con fuerza. Miré a la derecha, a la izquierda, solo necesitaba respirar. Aire. La cabeza…
—¡Bak…!
Giré a la izquierda y corrí encendiendo algunas luces, haciendo estallar otras y llevando al límite la mayoría, que pareció guiar mi camino hasta las escaleras que subían a una rampilla bloqueada. Intenté moverla, apartarla, sentía el viento frío colándose por las hendiduras y el aire me faltó aún más.
Lo golpeé con los puños, sacudí la madera, miré cómo los tornillos de las bisagras cedían y la luz se volvía más brillante, hasta que lo logré. Arrojé la rampilla a un lado subiendo los últimos peldaños, dando bocanadas profundas para apagar el ardor, lo que presionaba mi corazón, y…
—Muchacho, despertaste.
Un hombre de camisa roja y pantalones elegantes me miró desde la barandilla de la cubierta. No me vio llegar, contemplaba el mar con una botella en la mano, y cuando di un paso lejos inclinó la cabeza.
—¿Te sientes bien? ¿Quieres beber?
—¡Baker, espera!
Me volteé y corrí.
¿Dónde estaba? La madera sonaba cuando daba cada paso y me hacía sentir bien, podía respirar allí. ¿Pero qué hacía ahí? La brisa que recorría mi cuerpo sabía diferente, se sentía húmeda contra la piel, me humedecía los ojos. Había agua alrededor, pequeñas olas grises que se movían con calma y golpeaban la madera que me sostenía en pie.
—¡Baker!
El cielo estaba claro, había nubes pequeñas, insignificantes, y un cálido sol que me enrojeció la piel, la cabeza… Llegué al final del barco, la proa, y me detuve a respirar gritando hacia adentro, cerrando los ojos, sujetando la madera con las uñas para rayar, para hundirme y sentir algo más que el vacío ardiente de mi interior.
—¡Baker, no! —Me volteé hacia la voz. Un hombre joven, de camisa blanca y botas negras me miraba con los ojos muy abiertos, brillantes, suplicantes. Dio un paso hacia mí y se detuvo. Era alto y sus hombros musculosos pero pequeños, tenía una expresión extraña, el cabello claro revuelto. O quizás era oscuro, no lo sé, parecía brillar, parecía de muchos colores, parecía que lo conocía porque volvió a intentar avanzar dudando—. Baker, baja de allí, debes descansar.
¿De allí? ¿De allí dónde? ¿De la barandilla? ¿De la cubierta? ¿De dónde? ¿Por qué no podía dejar de mirarlo? ¿Por qué me llamaba su rostro, su voz? ¿Por qué me hacía sentir nervioso cuando avanzaba en mi dirección?
—¡Baker! —Alcé la mirada hacia la mujer que había esperado junto a mi cama. Se acercaba corriendo con un vestido blanco ceñido al cuerpo, con el cabello largo, suelto, con el rostro angelical en una mueca que no parecía propia de ella.