“¡Llegamos!”, gritó mi padre desde la proa, volteandose con la mano en la cabeza para que el sombrero no vuele por los aires y soltando un chillido de triunfo que nos hizo sentir a todos felices, satisfechos. El primer grito era para mí, lo sabía por la manera en que sus dientes brillaron con el sol y guiño el ojo.
¡Habíamos llegado, al fin! Salté los escalones a cubierta baja y comencé a correr hacia la tabla que bajaba al muelle. Siempre preguntaba lo mismo, cuándo iríamos, cuándo llegaríamos, cuánto tiempo estaríamos, y ya todos sabían que sucedería por lo que rieron y comenzaron a anclar y amarrar el barco. Había esperado meses. Él me había dicho que me esperaría, que siempre lo hacía. Y le creía porqué era él, mi amigo. Tajo. Llegué a la tabla saltando, oyendo las risas y las burlas tontas de mis compañeros, y me detuve al oír la voz de mi padre llamarme.
Quería verlo, moría por verlo, pero igual obedecí y lo seguí hacia el camarote del capitán.
“Cierra”, indicó y obedecí. Esperé unos segundos a que hable, él sabía lo impaciente que estaba, debía apresurarse o me lanzaría por la ventana. Lo observé rodear la mesa de mapas y luego me hizo señas para acercarme. “¿Ves esto?”, dijo y señaló algo en el mapa, “Este es tu lugar”.
Parpadeé y miré el lugar bajo su dedo. No reconocía el mapa ni las escrituras alrededor, no había islas sino líneas extrañas y entre una y otra nombres escritos con símbolos que no conocía. Me incliné para leer el que había bajo su dedo y reconocí las palabras bajo la línea que marcaba su dedo. La isla Yoko.
Volví a mirar a mi padre y él sonrió con dulzura mientras acunaba mi rostro con una de sus manos.
“Mi niño, mi pequeño, es momento de que vuelvas a mí”. Sacudí la cabeza y lo aparté de un manotazo. Él no era mi padre, sus ojos no eran los mismos, su mirada no se parecía a la que tuvo, y además él había muerto. “Oh no, no te asustes, hijo mío, iré por tí”. Quise retroceder, huir, pero el cuerpo no me respondía y al mirar abajo mis piernas estaban hundidas en agua y arena. El corazón me latió alerta, acelerado, y miré a la figura volver a acunar mi rostro con dulzura mientras murmuraba: “No temas, no volverás a estar solo nunca más…”
—¡Sujétalo!—Oí un grito— ¡Sujetalo con fuerza!
—¡Intenta liberarse! —Ese grito fue diferente, la voz era otra.
—¡Entonces no se lo permitas!
—¡Aléjate! —gritó alguien más y algo frío me cayó encima. Me estremecí y abrí los ojos escupiendo agua salada entre toses. La cabeza me daba vueltas. Alguien gruñó una grosería y antes de que tenga oportunidad de mirarlo sentí un golpe en la mejilla. Tomé una respiración. Dolía, maldición.
—¡Te crees inteligente, imbécil! —gruñó alguien y enderecé la cabeza para mirar a un hombre fornido con cara de pocos amigos. Me dio otro puñetazo en el mentón y gritó molesto. No me moví. No podía, estaba atado comprendí segundos después.
Me dolía la cabeza, maldición. Había bebido demasiado.
Me enderecé para mirar alrededor y suspiré. No estaba en la taberna ni en el barco, no sabía dónde estaba. El suelo era de concreto y el techo alto de metal, había varias puertas y ventanas… bien, no había ventanas. ¿Dónde demonios estaba?
—Baker —llamó una voz y al instante reconocí a Clifford detrás del hombre fornido, cabizbajo y encorvado, con una mueca.
—Cliffort…
Me dieron otro puñetazo en el mentón tan fuerte que la silla en la que estaba atado se volteó y caí de espaldas. Apreté los dientes para apaciguar el dolor, sentía el sabor a sangre en la boca y la nariz, y creo que también iba a vomitar.
—¿¡Puedes dejar de hacer eso!? —gritó Clifford intentando enderezarme sin mucho éxito, ya que me dejó caer cuando el otro tipo me dio una patada en el pecho, quitándole el aire. Lo oí reír—. ¡Suficiente, Dave dijo que debía estar vivo!
—Pero podemos entretenernos un poco hasta que llegue. —Cliffort me enderezó y vi al fornido crujirse los nudillos—. No creo que le importe…
Me dio otro puñetazo y un dolor agudo se encendió en mi nariz. Me quedé con la cabeza hacia atrás un momento, respirando, pensando en lo último que recordaba haber hecho, y sentí otro golpe en el pecho que me lanzó al suelo. Jadeé por aire.
—¡Basta, maldita sea! —gritó Clifford enderezandome con esfuerzo—, ¡No puedo perder ese dinero porque no sabes controlarte!
—¡Sí sé controlarme! —dijo el fornido haciendo sonar el cuello con una sonrisa—. Mira. —Me dio un puñetazo en la mandíbula y apreté los dientes para no perderlos. Retrocedió y miró satisfecho a Cliffort—. ¿Ves? Está todo controlado. Recibirás ese dinero, tranquilo.
Giré la cabeza, Cliffort no me miraba y apretaba los labios.
—Sin ese pago no podré…
—Lo sé—dijo el fornido con un tono de emoción en la voz—, tranquilo. Dave te pagará una buena recompensa y podrás recuperarlos.
—Oye —gemí con el rostro adolorido y sucio por lo que sea que escurría de mi nariz—, ¿puedo decir algo?
—¡Silencio! —gritó el fornido y me dio un puñetazo.
—¡Suficiente! —grito Cliffort y se colocó frente a mí—. Si lo matas por error tendré que comenzar de nuevo. Vete.
El fornido rió.
—Puedo contenerme…
Tomé una respiración y me enderecé balbuceando:
—¿Este es el momento en que te bajas los pantalones o me los bajaras primero a mí?
—¡Cierra la boca! —gruñó e intentó llegar a mí, pero Cliffort lo detuvo con el cuerpo.
Tomé una respiración para contener el dolor y agregué con un hilo de voz:
—Te aviso que yo no sé contenerme. —Me incliné hacia un lado para mirarlo y sonreí con un dolor horrible en todo el rostro—. Pero oí que algunos ponen una palabra de seguridad. —Tomé aire porque los golpes me lo habían quitado—. Qué dices si usamos “mandarinas”.
El fortachón intentó volver a golpearme, no parecía tan furioso como confundido. Cliffort lo empujó lejos y luego de mirarme irritado, se volteó y salió.