El Tesoro Del Diablo

Parte II

Aquella noche Pedro no pudo dormir. El palpitante dolor de las ampollas en su mano lo despertaba cada vez que el sueño hacia que sus ojos comenzaran a cerrarse. Aquellas horribles heridas parecían latir como un pequeño corazón. Cada vez que lo sentía, para Pedro no solo era un dolor corporal como había tenido otras tantas veces, no, aquel dolor era un recordatorio de los fracasos constantes de su vida. No pudiendo volver a dormir fue hasta el baño. Mientras se lavaba la cara no pudo evitar verse en el espejo. Su rostro cansado, su mirada triste con profundas ojeras y su piel trigueña quemada por el sol no hicieron más que aumentar su pena, en su rostro no había ningún vestigio de felicidad.

Toda su vida había sido de trabajo, aún desde niño por lo que no siquiera pudo terminar la escuela. Sabía que nunca llegaría a nada a menos que el hiciera algo.
El viejo reloj de pared, que pertenecía a su fallecido abuelo, marcaban la medianoche.
Completamente frustrado por su falta de sueño, Pedro se sentó en la silla mecedora de su madre en el patio delantero de la casa mientras encendía un cigarro.
La noche estaba serena, una suave brisa soplaba meciendo levemente las copas de los árboles. Mientras largaba grandes bocanadas de humo, Pedro disfrutaba del silencio de la noche de San Antonio. No había ninguna persona caminando en las polvorientas calles, solamente el ocasional ladrido de algún perro interrumpía la quietud nocturna.

Allí mientras observaba las amarillentas luces del alumbrado público no pudo evitar pensar en la historia que el señor Gutiérrez le había contado esa tarde. Al mirar hacia el cielo vio la enorme luna llena, amarillenta, con sus valles y cráteres más visibles que de costumbre. La imagen del astro brillando sobre los extensos campos y los bosques que se extendían hasta el horizonte resultaba hermosa,  uan imagen que ni el más talentoso artista podía recrear.
―No seas ridículo!- se insultó a sí mismo. Intentó desviar aquellos pensamientos, pero la idea estaba allí, implantada y creciendo como un parásito. Pronto, el deseo irrefrenable de encontrar aquel tesoro fue más fuerte que su escepticismo.

Fue hacia su habitación, buscó entre sus cajones hasta que por fin pudo encontrar su vieja linterna con tres baterías. Esperaba que su poderosa luz lo pudiera guiar a salvo entre los peligros de la selva. Luego tomando su bolso de trabajo, lo cargó con una pequeña pala, y también un machete que usaría para cortar ramas y, en cualquier caso, también para defenderse si algo pasara.

El reloj marcaba las 00:30. Los perros de la familia Tello que vivía a una cuadra de distancia ladraba de manera incontrolable, quizás a alguna comadreja que pasó ocasionalmente por allí. ―Estúpidos perros. ―Dijo mientras encendía otro cigarro y comenzaba su larga caminata hasta el cementerio.

Mientras recorría las calles, Pedro observaba las casas. La mayoría eran pequeñas casas de madera, algunas bastante deterioradas, con techos de chapas que hacían que, durante las horas de sol, estar dentro fuera imposible. Aquellas casas poseían letrinas a sus lados que provocaban la presencia de enormes moscas. El agua era sacada de aljibes o traídas desde algún arroyo cercano. Era una realidad muy triste para la mayoría de los trabajadores de los sembradíos. Pero también había enormes caseríos, con patios prolijamente arreglados y canteros llenos de hermosas flores. Pertenecían a las familias más acaudaladas del pueblo, algunos eran dueños de campos, otros eran dueños de los secaderos de yerba y otros, pensaba Pedro, eran de ingresos injustificables.

Al pasar frente a la comisaría del pueblo, se siente observado. Desde la ventana de la Guardia, el comisario Thomas Peterson observaba como aquel hombre caminaba de madrugada portando una mochila. Al percatarse de que había atraído la atención del Policía, Pedro levanta la mano en modo de saludo lo cual es respondido de la misma manera por el Oficial. Quizás esa haya sido la última oportunidad de que alguien lo detuviese antes de hacer lo que estaba pensando hacer.

El camino hacia el cementerio era largo, distaba unos cinco kilómetros del poblado. Un camino pedregoso rodeado de altos árboles que casi impedían que la luz de la luna penetrara, conducía hasta el camposanto. Muchas historias se contaban acerca de aquel lugar, era sitio antiguo, más antiguo que el pueblo mismo. Se decía que, tras él, perdido entre la espesura de la selva se hallaban algunas ruinas todavía sin descubrir de las reducciones Jesuíticas. Pedro recordaba que cuando era pequeño, su padre le había contado la historia de Juan Schulz, un trabajador municipal, quien con una retroexcavadora extraía piedras de una cantera para hacer los empedrados del pueblo. Fue realizando este trabajo que descubrió una antigua vasija y dentro de ella, una asombrosa cantidad de oro. El trabajador guardó silencio sobre su hallazgo. Al poco tiempo había renunciado a su trabajo, se había comprado una enorme casa y varios autos. Con el tiempo había contado a algunas personas sobre lo que había descubierto. Pero Juan Schulz, no tuvo el mejor final, su cuerpo fue hallado colgado de una viga. El supuesto oro jamás fue encontrado. Por mucho tiempo Pedro pensó que era solo una historia, una especie de leyenda que contaba su padre cuando bebía de más, pero en ese momento deseaba con todo su ser que aquella historia resultara cierta. En ese caso, el querría tener la suerte de hallar aquella inmensa riqueza perdida en las profundidades de la selva.

Caminó durante casi una hora a paso firme hasta que finalmente llegó al cementerio. Los altos portones de rejas metálicas daban la bienvenida a aquel tétrico lugar. Apoyó su mano sobre la reja. Dudó por unos instantes y luego la abrió. El rechinar del metal oxidado retumbó entre las antiguas tumbas. Aterradoras sombras se dibujaban entre las lápidas iluminadas por la luz de la inmensa luna.



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En el texto hay: demonios, terror, demonios y muerte

Editado: 16.05.2020

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