Pedro pasó de estar perplejo a estar eufórico en un instante. Ante él, estaban aquellas llamas que señalaban una fortuna que estaba allí, esperándolo. Las llamas comenzaron a debilitarse y luego, de manera abrupta desaparecieron.
Rápidamente, sacó su pequeña pala de su mochila y se dirigió hacia el lugar donde estaba aquel fuego fantasmal. Tocó con sus manos las hojas que estaban en el lugar y notó que no estaban calientes a pesar de estar justo debajo de las llamas. Era como si aquel fuego hubiese sido solo una ilusión.
Tomando la pala, la alzó y la hundió con fuerza en el suelo. La primera palada de tierra voló hacia el costado. Luego dio otra palada y luego otra. Un pequeño hoyo comenzó a formarse en la tierra cubierta por hojas. El viento repentinamente había cesado, solo podía escucharse el sonido de la pala impactando contra el suelo y la agitada respiración de Pedro interrumpiendo el silencio sepulcral del bosque. Luego de un rato cavando, la tierra comenzó a volverse más dura. La punta de la pala apenas podía adentrarse en el suelo, y Pedro necesitaba cada vez más fuerzas para seguir cavando. Era como si el suelo se negara a entregar su tan preciado tesoro.
De repente, nuevamente el canto del búho. Al alzar la vista, el ave estaba justo frente a él, parado en una rama baja, observándolo fijamente. Pedro estaba tan cansado que ni siquiera le prestó atención. Siguió cavando como pudo, el pozo repentinamente se llenó de raíces parecidas a dedos que hacían que cavar fuera cada vez más difícil. Las ampollas en sus manos comenzaron a sangrar y a despedir un líquido amarillento. El dolor se hacía cada vez más insoportable.
Nuevamente el búho cantó. Esta vez desde el suelo, justo frente al pozo.
―Déjame en paz maldita ave. ¡Tú también quieres burlarte de mí! ¡Vete de aquí y no regreses!
El ave solo lo miraba. Sus ojos parecían dos enormes faroles que se adentraban en lo profundo de su alma.
Pedro siguió cavando. La sangre comenzó a correr por sus manos y se deslizaba por el mango de la pala hasta precipitarse en la tierra. Llevaba casi una hora cavando. No había señal de ningún tesoro. El dolor de sus manos era tan atroz que ya no podía siquiera seguir sosteniendo la pala. El búho seguí allí. Con su desquiciante mirada seguía observando el sufrimiento de aquel pobre hombre.
― ¿Qué quieres de mí? ― ¿Qué?!! ―Gritó al borde del llanto. ― ¿Acaso quieres que me rinda? ¡No voy a hacerlo! Seguiré cavando hasta el mismo infierno si es necesario, pero no me iré de aquí sin ese maldito oro. No puedo volver a la miseria en la que vivo. Prefiero morir aquí mismo sangrando por mis heridas que seguir en la vida que llevo. Así que escúchame maldita ave del infierno, No me rendiré.
Pedro volvió a tomar la pala. Sus manos temblaban por el dolor. Sus piernas se sentían flojas y frías gotas de sudor recorrían su rostro. A pesar de que estaba al borde del desmayo, siguió cavando. La pala se hundía con dificultad y pequeñas paladas de tierra eran sacadas una a una. De pronto el viento volvió a soplar de manera abrupta. Los tenebrosos sonidos del bosque volvieron. Las ramas crujían y chirriaban. Pero había algo más. Pedro se sintió observado. Miró a su alrededor, pero la oscuridad de la noche le impedía ver nada. Entonces escuchó un leve sonido que luego se fue intensificando hasta hacerse casi insoportable. El sonido del lamento de cientos de personas se escuchó alrededor. Lamentos y espantosos gritos de sufrimiento que parecían provenir de almas en pena hicieron que Pedro se tapara sus oídos. El sonido de repente se detuvo. Destapándose sus oídos, miró aterrado a su alrededor, pero no pudo ver nada.
―No voy a rendirme! ―Gritó desesperado. Tomó su pala y siguió cavando.
― ¿Realmente quieres el tesoro? ―Le susurró al oído una voz tenebrosa y siseante.
Pedro quedó horrorizado. Intentó mirar hacia atrás pero no pudo. El terror lo había paralizado. De solo imaginar aquel aterrador ser que estaba detrás de él, lo petrificó.
―Sí lo quiero. ―Respondió con la voz entrecortada y temblorosa.
―Deberás pagar un precio muy alto por la fortuna. Muchos han venido por él, pero pocos han estado dispuestos a los sacrificios que son necesarios para obtenerlos. ―Contestó la voz susurrando en un oído y luego en otro.
―Estoy dispuesto a lo que sea. No voy a volver a la inmunda pobreza en la que me encuentro.
―Eso me agrada Pedro Aguirre. El tesoro será tuyo. Pero muy pronto vendré a obtener lo que es mío.
Entonces un ligero brillo dorado pudo verse desde el interior del pozo. La voz siniestra había desaparecido. Todavía tembloroso, Pedro usó sus manos para remover la tierra y entonces allí finalmente encontró lo que había ido a buscar. Grandes trozos de resplandeciente oro brillaban en la tierra removida.
Pedro echó a reír como nunca había reído en su vida. Estaba desbordante de alegría. Tomando su mochila comenzó a llenarla con pepitas de aquel mineral precioso. De pronto ya nada le importaba, ni el dolor ni el miedo. Sus ojos brillaban de una avaricia que no le permitían pensar en el alto precio que debería pagar llegado el momento. Aunque su mochila estaba casi llena, el siguió cavando y sacando aquellas rocas. No pensaba dejar una sola abandonada en aquel suelo boscoso.
Cuando finalmente su mochila estuvo llena, la sacó con dificultad del pozo. Se había vuelto extremadamente pesada. Pedro salió del pozo. Intentó ponerse la mochila, pero el peso era demasiado. Así que comenzó a arrastrarla. El sol comenzó a asomarse en el horizonte tiñendo el cielo de un naranja profundo. Al mirar hacia atrás el pozo que con tanta dificultad había cavado ya no se encontraba. Había desaparecido.