El tiempo fue pasando en el tranquilo pueblo de San Antonio, donde todo seguía inamovible a pesar del paso de los años. En las plantaciones todo seguía igual, los pobres pobladores arrancaban la cosecha de la yerba desde muy temprano, soportando las altas temperaturas del verano. Mientras iba caminando hacia el trabajo Joaquín Heras observa hacia la vieja casa de su amigo Pedro, lucía abandonada, con los vidrios rotos y el techo a punto de colapsar luego de la última tormenta, su amigo hacía tiempo que ya no vivía allí. Se había marchado un día junto a su madre de manera repentina hacía ya cinco largos años sin que nada se hubiera vuelto a saber de él.
―¿Qué habrá pasando contigo viejo amigo?―Pregunto como si las destartaladas y deterioradas tablas de la vieja casa fueran a contestarle.
Continuo su marcha de manera lenta y resignada. Tenía por delante otro largo día en la maldita cosecha.
Luego de haber encontrado el oro, Pedro hizo lo que siempre quiso hacer, alejarse lo más que pudiera de ese condenado pueblo lleno de miserias e injusticias.
Junto a su madre había comprado una enorme casa en las afueras de la capital. Tenía un enorme patio que mandaba a arreglar con jardineros. Él no pensaba volver a lastimarse las manos nunca más en su vida. La enorme casa tenía grandes ventanales adornados con hermosas cortinas que hizo que su propia madre eligiera.
La sonrisa en el rostro de su madre lo llenaba de satisfacción. Juntos veían el atardecer caer sobre la gran ciudad en las orillas del río.
―Te quiero mucho hijo. ―Le dijo su madre antes de quedarse dormida en la silla mecedora mientras Pedro daba un gran suspiro de satisfacción.
Asi transcurrieron los primeros años de su nueva vida. Una vida donde pudo tener los lujos que siempre soñó.
Una tarde, mientras tomaba un café con una buena porción de torta en la cafetería más costosa de la costanera como solía hacerlo cada día solo con el afán de insertarse entre las personas más pudientes, vio al amor de su vida.
Allí estaba una hermosa mujer leyendo el periódico. Sus ropas elegantes, su cabello castaño prolijamente planchado y los costosos anillos en sus manos indicaban que pertenecía a alguna importante familia de la zona.
En otra ocasión aquella mujer ni siquiera se hubiera volteado para ver al campesino desprolijo y malhablado, pero Pedro ya no era aquella persona. Había cambiado y se había convertido en un hombre refinado, amante de las ropas caras, los relojes de oro y de los lugares finos.
Tomando coraje en un momento se acercó hasta ella.
―Hola! ―Le dijo tímidamente como si se tratara de un adolescente hablándole a una chica por primera vez.
Ella le sonrió. ―Hola. ―Le contestó y continuó con su lectura.
―Me llamo Pedro. Te he visto desde allá estando aquí sola y pensé que quizás querías algo de compañía.
―Estoy bien. Gracias. ―Respondió de la manera más gentil que pudo.
Avergonzado Pedro se retiró. Pero no se rindió. Continuó yendo a la misma cafetería día tras día, hasta que luego de casi un mes, finalmente volvió a verla.
Sin dudarlo volvió a acercarse.
―Hola. ―Volvió a saludarla.
La mujer alzó la vista y al ver al mismo hombre nuevamente junto a ella se resignó y lo invitó a sentarse.
―Creo que no me has dicho tu nombre. ―Dijo el con una sonrisa dibujada en su rostro.
―No. No lo he hecho. ―Contestó ella de manera tajante.
―Te pareceré un loco, pero desde la primera vez que te vi, quise hablar contigo.
―Tienes razón, pareces un loco. ―Contestó ella.
Una involuntaria carcajada surgió desde los adentros de Pedro. La carcajada fue tan inesperada que incluso ella dejó de lado su rostro serio y comenzó a reírse.
―Me llamo Anna. ―Dijo ella extendiendo la mano para saludarlo.
Fue ese el momento más feliz de la vida de Pedro. Esa tarde pasaron horas hablando de la vida. Ella le contó sobre cómo se había separado de su última pareja, un hombre ebrio y golpeador que la maltrataba y como había salido adelante convirtiéndose en una prestigiosa abogada cuando su marido la echó a la calle. Por su parte él, le comentó su vida de trabajo, pero evitó contarle que siempre fue un simple trabajador de la cosecha y el origen turbio de su fortuna.
A partir de ese momento creció en ellos un amor muy intenso. Los días fueron pasando, cada tarde se veían en el mismo café para hablar sobre cómo había sido su día. Hasta que finalmente, en aquel mismo lugar donde se había conocido, él se arrodilló frente a ella y abriendo una pequeña caja forrada en terciopelo rojo, reveló un anillo dorado con un gran diamante que resplandeció como las lágrimas en los ojos de Anna.
―Me harías el honor de casarte conmigo? ―Preguntó él.
Ella permaneció en silencio. Intentó decir unas palabras, pero la emoción no se lo permitía. Hasta que finalmente le dio su respuesta.
―Si. ―Dijo tan suavemente como susurro.
Y allí se abrazaron, en aquel lugar que simbolizaba su amor.
El día tan esperado finalmente llegó. En la gran Catedral de la ciudad, hermosamente adornada con rosas blancas y moños hechos con cinta del mismo color, ellos se juraron amor ante la mirada de Dios.
Los días siguieron pasando, luego los meses y luego los años. Un día Anna le da la noticia más importante de su vida. Estaba embarazada.