El Tesoro Del Diablo

Parte VI

Pedro permanecía parado junto a la ventana. Sus ojos estaban fijos en un gran árbol que se sacudía con violencia empujado por las intensas ráfagas. Estaba allí. Él lo podía sentir. Allí oculto entre las ramas estaba aquella ave mirándolo fijamente, con su cuerpo emplumado completamente empapado y sus penetrantes ojos amarillos.

― ¿Entonces qué sucedió? ―Le preguntó su amigo sacándolo de sus pensamientos.

―Entonces todo empeoró. Los gritos desgarradores de mi madre me despertaban por las noches. Su pequeño cuerpo comenzaba a deformarse. Su columna había tomado una forma serpenteante. Una enorme joroba se formó sobre su hombro derecho. Su cabello comenzó a caerse. El intenso dolor podía verse en su envejecido rostro. Los médicos no podían hacer nada. Ya no quedaba nada para amputar. La morfina no tenía ningún efecto. Su enfermedad había dañado sus nervios haciendo que tengas repentinas convulsiones. Su cuerpo se retorcía de formas imposibles. Hasta que una noche de luna llena, fui hasta su habitación. Ella estaba allí, contemplando la gran luna que brillaba a través de su ventana. Un silencio sepulcral se había apoderado de la noche. Todo parecía tranquilo. Con un pañuelo húmedo sequé su frente. Ella sudaba mucho. Su rostro estaba sereno. Fue la primera vez en varias noches que ella me miró a los ojos. Ella intentaba hablar. Acerqué mi oído hasta su boca y ella me susurró una sola palabra. ― Mátame.― Me suplicó. El aterrador canto del ave estremeció mi corazón y lo estrujó como si fuera un montón de plastilina. ―No puedo. ―Le contesté. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Entonces entendí. Entendí que si pudiera, ella lo hubiera hecho por sí misma. Había dejado de comer, pero la muerte era obstinadamente lenta en llegar. El ave volvió a cantar. Sintiendo que mi corazón se destruía, tomé una almohada. ―Lo siento mucho mamá. Te amo. ―Le dije mientras le daba un beso en la frente. Tomé la almohada y le cubrí su rostro. Recuerdo que ella tenía una expresión de alivio. Había estado deseando su muerte. Presioné la almohada contra su rostro. Su débil cuerpo era incapaz de resistirse. Ni siquiera se movió durante esos cuatro interminables minutos. Cuando retiré la almohada, mi madre...mi madre estaba muerta. La había asesinado luego de hacerla soportar una agonía terrible. El ave volvió a cantar. ―

Pedro permaneció en silencio. Joaquín no supo que decir. Permanecieron callados mientras el sonido de los rayos cayendo en la cercanía producía eco entre las putrefactas paredes de madera.

― ¿Y tu esposa? ―Preguntó de repente Joaquín. ― ¿Que fue de tu esposa y tu hijo?

―Cuando se enteró que mi madre finalmente había muerto ella me llamó. Le supliqué que volviera, pero ella me dijo que se encontraba en el hospital. Daría a luz esa misma noche. Corrí hasta el auto, cuando me subí y lo puse en marcha... vi de nuevo... ¡Aquella ave! Aquella ave estaba justo sobre el capó. Su redondeada cabeza parecía girar para enfocarme mejor. Su horrendo canto sonó con más fuerza que nunca. Me cubrí los oídos para no oírlo y aceleré. El ave salió volando. Conduje lo más rápido que pude. Atravesé varios semáforos en rojo sin detenerme. Ya nada me importaba. Cuando finalmente llegué al hospital, corrí, corrí como nunca antes había corrido. Una enfermera me dijo que ya había comenzado la labor de parto. Me ofreció que entrara para estar junto a mi esposa y así lo hice. Estuve junto a ella. La tomé de la mano mientras ella pujaba con más y más fuerza. Ella gritaba de dolor, algo no estaba bien. Un gran charco de sangre se estaba formando en la camilla donde ella estaba intentando dar a luz. Le apreté la mano con fuera y le dije que todo estaría bien. Ella gritó y me estrujó la mano con tanta fuerza que sentía como si mis dedos estuvieran a punto de romperse. Finalmente el bebé había salido. Pero no se escuchó ningún llanto, el silencio se apoderó de aquel cuarto . Solo al ver las expresiones de espanto dibujadas en los rostros de las enfermeras me imaginé lo peor. A través del pequeño tragaluz podía sentir la mirada penetrante del búho. Espantado, solté la mano de mi esposa y me acerqué a la enfermera. Ella sostenía algo entre sus manos. Cuando me acerqué, la enfermera volteó intentando ocultarlo. La tomé con fuerza del hombro y la hice girar. Entonces lo vi. En sus manos tenía a mi hijo. Su piel estaba morada, con tonos verdes, como un cuerpo putrefacto. Su cabeza lucía aplastada con una forma inhumana. Sus pequeñas piernas tenían una forma extraña, casi como las piernas de una cabra. Y sus pequeños ojos... los tenía abiertos... y eran... completamente negros como los ojos de un tiburón. El bebé apenas se movía. Abría y cerraba su boca lentamente como intentando respirar. En ese momento, una enorme mosca, con sus asquerosos ojos verdes se posó sobre él, como si fuera un pedazo de basura en descomposición. Al cabo de unos segundos el bebé dejó de moverse. El ave volvió a cantar. ―

Pedro volvió a sondear con su vista aquel árbol, sentía que aquel demonio alado continuaba allí, torturándolo.

―Mi esposa. Mi esposa, exigía ver al bebé. La tomé la mano y le dije que todo estaría bien. Pero ella solo gritaba y gritaba. Quería ver a su hijo. Cuando finalmente se lo mostraron, ella gritó de espanto. ― ¡Esa cosa no es mi hijo! ―Gritaba, ― ¡Denme a mi hijo! ―Volvió a gritar. Intenté calmarla pero fue en vano. ― ¡Te odio! Maldigo el día en que te conocí! ―Comenzó a gritarme furiosa. Afuera pude escuchar el canto del búho. Aquel búho me había arrebatado hasta la última pieza de felicidad de mi vida. Solo me había quedado este maldito oro!

―No entiendo a qué has venido nuevamente a San Antonio.

―Luego de que mi bebé muriera. Anna. Mi amada Anna, entró en una fuerte depresión. La llevé nuevamente a nuestro hogar. Intenté que mejorara, pero ella tenía... tenía la misma mirada que mi madre, llena de tristeza. Ella no comía. No hablaba. La única respuesta que recibía a mis ruegos porque este martirio terminara era el canto de esa ave! Aquella ave me atormentaba día y noche. Ya no conseguía dormir. Solo en el alcohol encontraba un poco de alivio a mi sufrimiento. Hasta que un día intenté entrar a nuestro cuarto, donde Anna descansaba. No lo conseguí. Estaba cerrado por dentro. Golpee con todas mis fuerzas. Grité llamándola pero no recibí respuesta. Finalmente, el grito de una vecina desde la calle llamó mi atención. Corrí por las escaleras lo más rápido que pude, tan rápido que no pude evitar tropezar y caer. Rodé escaleras abajo golpeando mi cabeza contra el barandal. La cálida sensación de la sangre corriendo por mi rostro y el intenso dolor que sentí en ese momento no evitaron que me levantara y continuara corriendo. Finalmente al salir, vi lo que me temía. Allí estaba ella. Su cuerpo se balanceaba desde el segundo piso. Su rostro azulado. El grueso nudo hecho con sabanas apretaba su cuello. Ella... ella se había amarrado las sabanas y se había arrojado al vació. Su pierna todavía se estremecía mientras su cuerpo convulsionaba. Hasta que finalmente dejó de moverse. Entonces esa ave. Esa ave se posó sobre el cadáver de mi esposa y dio su horroroso canto. En ese momento enloquecí. Cuando se habían llevado el cadáver de Anna, rocié la casa con gasolina y la encendí. Permanecí contemplando como la casa ardía al igual que todo mi mundo. Solo tomé el oro y traje a devolverlo. Solo quiero que esa maldita ave se aleje, quiero que todo termine.



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En el texto hay: demonios, terror, demonios y muerte

Editado: 16.05.2020

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