Lucia solo tenía cinco minutos para llegar a su entrevista de trabajo. Su irresponsabilidad la había llevado a destruir el despertador cuando este solo cumplía con su función, y ahora se lamentaba por ello.
Mientras corría las calles de San Francisco, hacía cálculos sencillos con el tiempo razonable para su tardanza. Cálculos más acordes con un niño que busca desesperado los medios para excusarse. Ya que llevaba cinco minutos de retraso, podría alegar haber tropezado con algún transeúnte despistado, más concentrado en su teléfono que en las personas necesitadas de trabajo como ella. Esos cinco minutos podrían convertirse en diez. Si eso pasaba, podría alegar haber tropezado con algún animalito callejero, hiriéndolo en el proceso. De esa manera, el hombre de recursos humanos podría apiadarse de ella, movido por un ataque de ternura y culpabilidad por el inocente.
Cuando estuvo frente al semáforo peatonal, se topó con una gran cantidad de personas que también esperaban el turno para cruzar. Lucia consideró que tal vez serían quince minutos los que tendría que justificar ante su entrevistador. En ese caso, también consideró que lo mejor sería inventar un atascamiento.
«¿Qué tal un accidente?».
Fue solo un pensamiento fugaz, una idea que no llegó a materializarse por completo. Lucia se movió rápido cuando tuvo luz verde para continuar. Vio una sombra por el rabillo del ojo mientras avanzaba y pensó que tal vez el calor del momento le provocaba alucinaciones. Porque, por un instante, ella creyó ver un espectro parado en medio de la calle con el sol sobre su cabeza. Imposible.
Nadie más se dio cuenta y, como tenía prisa, decidió ignorarlo.
Victor
Víctor tenía ataques de ansiedad de vez en cuando, es por eso que le revocaron su licencia. Pero cuando su mujer llamó sollozando y respirando como si tuviera un clavo en la nariz, luchando con el dolor y el impedimento que eso significaba, él decidió arriesgarse.
Lo único que ayudaba a mantener su estado anímico —más o menos seguro para todos— era la imagen de su bebé, cuyo rostro no conocía y cuyo nombre aún no había sido determinado. Tenía muchas razones para apurar el paso y esos motivos que se apilaban sobre su precaria condición nerviosa, eran los que lo presionaban para conducir como si alguien lo estuviera persiguiendo. Tal vez así era.
Sus palmas sudaban de forma desagradable. Se aflojó el nudo de la corbata y miró a cada lado antes de dar un volantazo para cruzar. Mientras se disculpaba a gritos y escuchaba los insultos del conductor que venía detrás, pensó en su mujer y su hijo.
Por el espejo retrovisor vio a un hombre con una capucha oscura, o por lo menos eso fue lo que creyó ver. El sujeto era bastante alto y su contorno le daba una impresión masculina. No pudo verle la cara, pero mientras conducía imaginó dos esferas diminutas hechas de rubí, adornadas por cejas espesas y un punto blanco en la pupila. Tenía labios oscuros y una sombra en el cuello. Se imaginó también su piel pálida, más apropiada para un muerto que para un ser vivo.
No se explicaba cómo había dejado de pensar en su mujer en labor de parto para imaginarse algo tan inquietante. Pero no quiso darle más importancia de la que debería.
Desechó la idea rápidamente. Agitó la cabeza y decidió prestar más atención a su conducción.
Tal vez, Víctor había sentido la presencia de esa figura desde mucho antes en más de una ocasión, pero jamás se le ocurrió ponerle un nombre.
Lucia
En una ciudad como esa, las personas parecían multiplicarse; a donde quiera que Lucia mirara, había personas que dos segundos antes no estaban allí. En momentos como ese, el síndrome de Amok cobraba sentido. Esa furia repentina que burbujeaba a la superficie, junto al deseo de matar a todos los presentes, parecía completamente lógico para alguien que no tenía dinero para un taxi o un autobús y debía caminar unas cuantas calles sobre sus zapatos de tacón, topándose con todo tipo de obstáculos y manchando su camisa en el recorrido.
Lucia miró el segundo semáforo peatonal, ignorando la sensación inquietante que recorría su cuerpo, para después estudiar la mancha en su camiseta. Insultó a su amiga aunque no estuviera presente para defenderse, culpándola de sus desgracias, pues fue ella quien consiguió esa cita con tan poca antelación.
Abotonó su saco y sonrió al ver que podía ocultar el estropicio. Al otro lado de la calle había un rascacielos, cuyos espejos oscuros —laboriosamente pulidos— reflejaban la luz del sol. Se tapó los ojos con incomodidad e hizo una mueca cuando fue empujada por segunda vez. Dejó de ver la estructura cuando el semáforo volvió a cambiar.
Adam.
Al otro lado, alguien salió del edificio que brillaba como una bola de diamantes bajo el gran astro. Su nombre era Adam. Su hermana tenía una emergencia y había llamado a cuanta persona a su alrededor se le ocurrió que podría sacarlo de su reunión. Todos solían decir que una emergencia familiar era una buena razón para zafarse de las responsabilidades laborales, que primero estaba la familia, y luego todo lo demás. Pues bien, Adam no estaba de acuerdo. Y se lo hizo saber a su hermana a través del teléfono.
Pasó junto a un vendedor de salchichas y no le importó que escuchara el veneno de sus palabras. Tampoco le importó el murmullo de reproche que este le propinó.
Editado: 27.11.2023