Bélgica descubrió que Oleg Yasikov tenía dos personalidades, lo cual representaba un gran inconveniente porque una de ellas le gustaba mucho, pero la hacía enojar, y la otra no le gustaba tanto pero le inspiraba algo parecido al orgullo. No lograba encontrar una explicación para la extraña mezcla que representa ese hombre, pero cada vez le divertía más.
Era más fácil trabajar con él, como si el carácter combativo que lo caracterizaba hubiera mermado con el trabajo extra. Ella pensó que era simplemente un respiro, pero en realidad Yasikov comenzaba a aburrirse. Los recuerdos de Junne en el trabajo llegaban a él cuando no había ninguna otra cosa que ocupara su mente, y es por eso que recordó también el local de comida que solía visitar a la hora del almuerzo.
Su asistente no se movía de su puesto más que para lo necesario. Se negaba a comer algo más sustancial que barras energéticas y galletas con frutilla para no despegarse de su lugar. Sin embargo, cuando Yasikov recordó el olor de las alitas agridulce, que comía Bélgica en compañía de Junne, con esas papas fritas cocinadas en aceite reutilizado que a él le daba tanto asco; pero que a ellas parecía alegrarles el día como nada en el mundo, sonrió con una idea. Y se puso en acción, o quizás sería más correcto decir que le ordenó a Bélgica hacerlo.
Una hora y media después, su fantástica idea la había llevado a su oficina con un interesante menú y una experiencia nueva.
Su relación era más amena. Bélgica comenzaba a acostumbrarse a él, igual que yo. Y eso la aterraba como a mí.
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Bélgica se topó con la imagen más insólita: su jefe daba vueltas en su silla de cuero, mirando al techo mientras silbaba. No pudo evitar moverse como hipnotizada por su estampa. Se sentó frente a él después de dejar su encargo sobre la mesa.
—Si te pagara el cuádruple de lo que te pago en un año de trabajo, justo en este momento, ¿qué harías? —preguntó él, sorprendiéndola.
—¿A qué se debe eso?
—Te cuesta mucho responderme a la primera, ¿verdad?
—Tengo miedo de hacerlo y quedarme sin trabajo.
—¿Por qué? —Yasikov detuvo la silla y su expresión se volvió más divertida—. ¿Quieres decir una de tus lindezas?
—¿No puedo? —arqueó una ceja, retándolo.
—Te echaré de patitas a la calle sin contemplaciones —fingió severidad—. Ya dime, ¿qué harías con todo ese dinero?
—Abriría mi propio negocio para no tener que trabajar más bajo sus órdenes. —Bélgica se encogió de hombros.
—¿Y qué clase de negocio sería?
—Es un secreto.
—Dímelo, por favor. Estoy muy aburrido.
—Puedo darme cuenta —suspiró—. ¿No va a comerse su almuerzo? Se va a enfriar.
—Bélgica, linda… ¿No te has dado cuenta de que no tengo hambre? —Yasikov apoyó la barbilla sobre sus manos entrelazadas—. Es para ti.
—¿Qué dice? —preguntó sorprendida—. ¿Sabe cuánto me costó seguir todas sus indicaciones?
—Antes ibas con Junne a ese lugar, ¿cuál es el problema?
—Usted.
—Qué falta de respeto —dijo complacido.
Oleg Yasikov estaba loco y, si antes tenía dudas, era debido a su ingenuidad. Bélgica se cruzó de brazos con una mirada acusadora.
—Me dijo que le pidiera al cocinero que pusiera las papas en aceite limpio y que tuviera el mismo cuidado con todo lo demás.
—Yo no veo el problema.
—Fue muy incómodo. ¿Sabe lo vergonzoso que fue para mí pedirle que me dejara vigilarlo mientras cocinaba? —reclamó, incrédula.
—Y seguro tu cuerpo agradecerá los beneficios de una comida más saludable y con el debido control de calidad.
—¡Usted es un…!
—De nada, que lo disfrutes.
Y con esas palabras, la despachó de inmediato.
Bélgica aún no sabía que pensar de él, pero decidió no darle más vueltas de las necesarias. Había días en los que el ruso parecía sentirse sobrecargado, y era entonces que el trabajo se volvía más pesado y agotador.
La mujer terminó por darse cuenta de un par de cosas importantes: en primer lugar, el mal humor de su jefe no era el único factor en contra del buen ambiente laboral, y el verdadero problema venía cuando dejaba de hacerlo todo. Era entonces que las personas debían adecuarse a su ritmo, trabajando como una máquina con aprendizaje automático.
Y en segundo lugar, de lo que pudo percatarse es que había momentos en los que Yasikov dejaba de lado su manía por controlar la cadena de producción entera. Su jefe se comportaba como un hombre perezoso cuando estaba aburrido. Bueno, perezoso no es el término adecuado, pues una vez alcanzada la posición que ostenta, que se encargue solo de lo que le compete, sería lo más lógico.
Sin embargo, ese estado provocaba un cambio de actitud que sacaba a relucir cada una de las impresiones que Bélgica siempre había tenido sobre él: mujeriego, con ganas de tirarse a cualquier mujer que estuviera dispuesta; cínico, con ganas de buscarle pelea a quien se atreviera a llevarle la contraria, hablador, con cualquiera que tuviera la agilidad para seguirle el juego; y represor, con cualquiera que osara mirarlo de soslayo.
Editado: 27.11.2023