Mientras Esther trataba de consolar a su amiga, alguien tocó la puerta. En el pasillo estaba un encargado con el mensaje de que abajo, en la entrada, Liel esperaba a Miella. El dormitorio estaba dividido en dos alas: una para mujeres y otra para hombres, conectadas por un vestíbulo común. Al ala femenina solo podían acceder los encargados y los profesores. Los estudiantes de cursos superiores no solían gustar de hacer guardia durante el día, porque a menudo tenían que correr y llamar a aquellos que recibían visitas, ya que instalar correos mágicos en cada habitación resultaba costoso. Además, los brazaletes personales con correo mágico integrado todavía eran muy caros y poco comunes.
Estos brazaletes eran una de las creaciones de los padres de Esther, que soñaban con hacerlos accesibles para todos, cosa que no llegaron a lograr. Esto se convirtió en uno de los sueños de la joven, quien quería continuar el trabajo de sus padres. Para ello, necesitaba un espacio propio, por el que intentaba ganar dinero.
– Dile que ahora baja – asintió ella al estudiante de curso superior.
– Solo espero que no sea una hora para que me toque volver a correr aquí – resopló con molestia el chico.
– Correr es saludable – le sonrió astutamente Esther y cerró la puerta, quedándose pensativa. – Oye – dijo mordisqueándose el labio y mirando a su amiga – correr realmente es saludable, y ahora mismo voy a correr.
– ¿A dónde? – preguntó Miella, apartándose del espejo donde examinaba su rostro hinchado de llorar. – ¡No! ¡Ni se te ocurra! – adivinó lo que su amiga tenía en mente.
– ¿Por qué no? – Esther ya se dirigía a la puerta. – Es una gran idea. Así podrías evitar estas bodas forzadas sin tener que pelearte mucho con tus padres.
– ¡Es el hijo del rector! – la voz de Miella subió de tono.
– Y tú eres Miella de Marn. No una familia cualquiera en Taruel. Eso para empezar – dijo Esther cruzándose de brazos. – Y, para seguir, el hijo del rector es también un ser humano con cabeza, brazos y piernas como todos los demás. Así que no veo nada especial en que pertenezca a esa familia en particular.
– ¡Sus padres estarán en contra! – exclamó Miella, saltando de la cama y corriendo hacia su amiga para evitar que saliera de la habitación.
– Ese es su problema – resopló Esther. – Y eso, además, no está comprobado.
– ¡Él podría estar en contra! – Miella trató de empujarla lejos de la puerta.
– Eso es lo que voy a averiguar ahora – intentó salir Esther, pero enseguida fue detenida por la mano de su amiga.
– ¿Te has vuelto loca? – Miella la miró asustada. – Si él se niega, ¡me moriré de vergüenza…!
– ¿Sabes, Miella? – dijo Esther, liberándose de los dedos de su amiga. – ¿Por qué deberías sufrir tú la vergüenza? Es él quien siempre anda rondándote y te ha invitado más de una vez a salir. Que demuestre que vale algo y no se esconda como un cobarde.
– No está obligado – murmuró Miella.
– No está obligado – concordó Esther. – Pero puede ayudar. Y a él nadie le está forzando a casarse. Solo tienes que aguantar hasta tu mayoría de edad mágica y entonces ningún padre podrá decirte qué hacer con tu vida – y con decisión, salió por la puerta.
Bajando las escaleras, Esther notó cómo la expresión de anticipación en el rostro de Liel se transformaba en decepción al verla aparecer, lo que le dio esperanza de que al chico realmente le importaba Miella.
– Hola – dijo él, forzando una sonrisa. – Eh…, ¿Miella?
– Miella aparecerá o no, dependiendo de lo que me digas ahora – agarrándole por la muñeca, lo arrastró fuera Esther.
Lo jaló con tal brusquedad que él casi tropezó y milagrosamente no se cayó en el vestíbulo. Afuera, la chica continuó llevándole hacia una de las pergolas acogedoras que rodeaban el dormitorio para que los estudiantes pudieran estudiar al aire libre durante el buen tiempo, rodeados de azaleas floreciendo prácticamente siempre gracias a la magia, cuyo suave aroma era esparcido por la ligera brisa.
Comprobando que no había nadie cerca, Esther empujó al chico dentro y se sentó frente a él en un banco.
– ¿Qué estarías dispuesto a hacer si supieras que Miella tiene grandes problemas? – lo atacó con una pregunta directa.
– ¡Lo que sea! – exclamó Liel sin pensarlo. – ¿Qué sucede?
– ¿Qué tan grande es tu "lo que sea"? – continuó la chica su interrogatorio.
– ¡Esther! – rugió el chico. – ¡Ya te respondí! ¡"Lo que sea" significa lo que sea! ¡Todo lo que sea necesario! – declaró enfático.
– ¡Oh! – levantó las cejas con significado. – Esa es una respuesta de hombre.
– ¡Esther! – gritó Liel.
– ¡Cálmate! – contestó mordaz. – Los padres de Miella la llaman a casa urgentemente para comprometerla con alguien que ni siquiera conoce.
Ver cómo el chico empalidecía la alegró una vez más: el plan podía funcionar, siempre que los padres de Liel no se opusieran. Pero incluso en ese caso, ella tenía una solución: un documento falso de compromiso. Solo los compromisos mágicos no se podían falsificar, pero rara vez se recurría a ellos. Al fin y al cabo, si todo fallaba, tenían suficiente dinero para vivir en el dormitorio.
– Necesito hablar con ella – dijo Liel con la voz apretada.
– Entonces corre – asintió ella en dirección a la puerta del dormitorio, donde se veía a Miella mirando nerviosa alrededor. – Correr es saludable – comentó mientras el chico salía disparado de la banca. – Y yo voy a hacer otras cosas útiles – dijo siguiéndolo.
Mañana era su día decisivo: el penúltimo paso antes de conseguir su ansiada casita. O, en su defecto, asegurar una existencia sin dificultades económicas para las dos estudiantes desafortunadas. Como la suerte lo decidiera.
– Veo que aprovecháis al máximo el tiempo libre que se os ha otorgado – la voz aguda que sonó a un lado hizo que Esther se estremeciera, dándose cuenta de que en su caso esa "suerte" cada vez se volvía más efímera.
Editado: 20.11.2024