Capítulo 8: La felicidad y la luz divina
Todos los espectadores estaban anonadados. Pelea tras pelea, el torneo no hacía más que asombrarlos y dejarlos con ansias de más. Pero este torneo no daba descanso.
—¡Que pasen los próximos participantes! —anunció el referí.
El estadio se volvió frío, pero no era un frío desagradable. Risas juguetonas comenzaron a escucharse por todas partes. Nuevamente, el coliseo se envolvió en oscuridad, y una voz retumbó por los cielos:
—¡Jojojo!
La multitud quedó perpleja ante lo que escuchaba. La llegada de Drácula había sido un momento inesperado, pero esto lo superaba todo.
—Nuestro próximo participante es conocido como un alma gentil que regala alegría y dicha a los niños del mundo humano. ¡Bajando desde el cielo en su trineo rojo, jalado por sus renos… Santa Claus! —proclamó el referí.
La multitud no podía creer lo que veía: ¡era el mismísimo Santa Claus! Nadie entendía por qué un ser como él estaría participando en un torneo tan feroz. Él no buscaba gloria ni dicha personal… él regalaba alegría. Entonces, ¿por qué?
Bajando de su trineo, se dejó ver un hombre gordo, de cabello blanco, barba larga como la nieve, vestido con un traje rojo, botas negras, cinturón negro y un gorro rojo. No había dudas: era Santa Claus.
De pronto, la oscuridad empezó a desvanecerse. Del cielo surgió una luz muy fuerte, parecida al sol.
—Parece que nuestro siguiente participante ha llegado —dijo el referí.
Desde el cielo descendía un hombre con grandes alas blancas como las de un ave, acompañado de un coro de trompetas. Su presencia era hermosa y abrumadora.
—Nuestro siguiente participante proviene desde los mismísimos cielos, un alma pura pero también un guerrero innato que lucha contra fuerzas malignas, demonios y espíritus. ¡Reciban al poderoso Arcángel! —anunció el referí.
Era un ser imponente. Aunque Santa Claus jamás había luchado, esta batalla era completamente impredecible.
—¡Que comience el combate! —gritó el referí.
No hubo palabras entre Santa Claus y el Arcángel. Solo se miraban, como si sus ojos dijeran todo. El Arcángel fue el primero en dar un paso. Lentamente se acercó a Santa Claus y, frente a él, dijo:
—Es un placer conocerte. He oído mucho de ti. Pero este no es un lugar para ti. Por favor, ríndete.
Santa Claus acarició su larga barba blanca y respondió:
—A veces las batallas no se ganan solo luchando. Tengo mis propios motivos para haber venido.
—Que así sea —dijo el Arcángel—. Entonces no me contendré contigo.
—Tampoco quiero que lo hagas.
El Arcángel invocó una espada dorada rodeada de llamas. El ataque comenzó. Santa Claus conjuró un escudo mágico a su alrededor, resistiendo los impactos de la espada ardiente mientras analizaba a su oponente. Al ver que sus ataques no funcionaban, el Arcángel cambió de táctica: condensó su poder en la espada y arremetió con una gran llamarada hacia la barrera protectora.
La barrera de Santa Claus comenzó a agrietarse. Entonces, para contrarrestar el fuego, invocó el poder del hielo. Ambos elementos chocaron: fuego y hielo se enfrentaron, generando una gran cortina de vapor.
—Esto es más de lo que esperaba de ti —pensó el Arcángel con una sonrisa.
Santa Claus permanecía en calma.
Entonces, invocó su famoso saco de regalos y comenzó a arrojar uno tras otro al Arcángel. Este intentó destruirlos con su espada llameante, pero al tocarlos, ¡los regalos explotaban como bombas!
Santa Claus no dejaba de lanzar regalos. Era como si nunca se le acabaran. El Arcángel, avanzando sin detenerse, destruía uno tras otro.
—Querido ángel, ten cuidado... porque ahora desataré una magia más poderosa.
—No te preocupes —respondió el Arcángel—. Recibiré todo lo que tengas. Quiero ver el verdadero poder de Santa Claus con mis propios ojos.
El Arcángel voló hacia el cielo. Santa Claus comenzó a recitar un hechizo, y el coliseo empezó a cambiar. El frío aumentó, pequeños copos de nieve comenzaron a caer. Santa Claus estaba invocando una nevada, estableciendo su dominio en el campo de batalla.
Mientras tanto, el Arcángel invocó una gran luz a su alrededor, formando un orbe como si se tratara de un pequeño sol.
—¿Estás listo, Santa Claus?
—Lo estoy —respondió.
El Arcángel descendió con velocidad sorprendente, hiriendo la mano de Santa Claus con un tajo de su espada. Santa Claus reaccionó rápidamente y lo alejó con una gran avalancha.
Entonces, comenzó a conjurar de nuevo. Muñecos de nieve empezaron a formarse uno tras otro hasta crear un ejército. Estos, bajo el mando de Santa Claus, atacaron al Arcángel.
Este intentó deshacerse de ellos con su espada llameante, pero cada vez que los derretía, volvían a formarse. Era un ejército interminable. Los muñecos empezaron a sujetarlo, formando una gran prisión de nieve a su alrededor.
Con el orbe de luz, el Arcángel desató una gran luz divina que cayó sobre él, derritiendo todo a su paso y liberándolo. Pero la nieve no dejaba de caer. El ejército de nieve renacía una y otra vez.
El tiempo pasaba. El Arcángel no lograba deshacerse de ellos. Santa Claus, mientras tanto, observaba desde un lugar seguro.
Entonces, una explosión lo sorprendió. Uno de los muñecos de nieve tenía un regalo-bomba en su interior. El Arcángel resultó herido. Sus alas estaban lastimadas. No podía volar.
Frustrado, el Arcángel tomó su espada con ambas manos y concentró todo su poder. El orbe de luz ascendió y comenzó a crecer más y más. El ejército de nieve empezaba a derretirse. La nevada cesaba.
El Arcángel, aunque exhausto, no pensaba rendirse. Su mirada lo decía todo.
Volvió a lanzarse hacia Santa Claus. Su espada brillaba con más intensidad que nunca. Era el todo o nada. Desapareció de la vista de todos, usando su gran velocidad.
Esta vez, no pretendía fallar.
El Arcángel atravesó a Santa Claus con su espada llameante.
Editado: 14.06.2025