El Tren

PARTE 1 ( I )

En algún lugar de la ciudad de Quito, a sus veinte años, Juan Miguel Navarro se encontraba preparando un café para un cliente. Trabajaba en Juan Valdez café; cafetería de origen colombiano con un par de sucursales en su país natal, Ecuador.

Hace poco había concluido con el bachillerato y llevaba un año trabajando en esa cafetería. Vivía con su madre, su hermana y su sobrino. Él, junto con su madre y su hermana, eran el sustento del hogar. Antes de haber terminado el colegio su madre y su hermana habían trabajado y llevado el pan a la mesa mientras el concluía los estudios. Durante ese tiempo él había sido como la chacha del hogar. Mientras las mujeres de la casa trabajaban, él estudiaba, hacía sus deberes y ordenaba y limpiaba todo y cuidaba a su sobrino mientras no estuviera la hermana.

Cuando hubo terminado el bachiller las cosas cambiaron un poco. Ya su madre se encontraba en un estado de salud muy complicado para la edad que tenía; a penas treinta y nueve años. Ya no tenía la misma fuerza para trabajar y siempre había sufrido de múltiples enfermedades; niveles de hemoglobina inestables que bajaban demasiado por ratos, cálculo renal, taquicardia e incluso depresión y ansiedad.

Miguel ya podía y debía trabajar a tiempo completo, centrándose totalmente en hacer dinero y que el hogar siguiera en sostén. Ahora él y su hermana eran el sustento económico y su madre se encargaba de las cosas de la casa con las fuerzas que le quedaban.

Su turno había terminado. Allí mismo compró un café y un pastel para llevarle a su madre y se puso a pensar en ella un largo rato. Su madre era una mujer realmente fuerte, casi indestructible… o quizás ya estaba destruida. Ella había pasado por grandes problemas emocionales desde hace mucho tiempo; el abandono de su madre, cómo ésta se fue con sus hijos que eran hermanos suyos por parte de ella mas no del padre, cómo su padrastro la humilló y trató como si de un estorbo se tratase hasta que logró convencer a su “familia” de irse de su lado. Ah, familia… esa mujer no habría sabido lo que es una familia de no ser por su abuela -bisabuela de Miguel- que se quedó con ella y la trató como a una hija. Después de eso, Miguel y su hermana fueron la extensión de su familia y lo único que le quedaba a esa mujer, pues la abuela ya había muerto. Abuela Isabel Hernández ya no estaba.

Era triste pensar en cómo debía sentirse su madre por la vida que había tenido; quizás ni siquiera le importaba y tan solo se preocupaba por el hoy pues siempre se le veía activa, aún en la enfermedad, su voz era poderosa y estricta como la de un militar… o al menos así había sido todo hasta ese momento.

De camino a su casa, en el transporte público, notó que una chica lo observaba curiosa, talvez nerviosa. Él sabía, por sus experiencias en el colegio, que era un chico relativamente atractivo, múltiples veces había llamado la atención de muchas chicas y sus amigos hombres solían recordarle siempre que él era un hombre bastante pinta, o, como dicen los argentinos, un chico de mucha facha. Pese a su supuesto atractivo (para él era supuesto pues dada su suerte con las relaciones amorosas, él incluso dudaba de la veracidad de su atractivo y hasta se refugiaba en la vaga idea de que la belleza es subjetiva y que todo da igual) nunca le había ido demasiado bien con las mujeres. Como mucho era capaz de apreciar y valorar una buena amistad con alguna, una que otra vez le fue un poco bien con un par de romances no formales, esos que llaman «vaciles» pero, siendo él esa clase de personas que cometen el error de tomarse enserio algo que no se supone que debe serlo. A la hora de amar, sin embargo, todo se derrumbaba casi de golpe. Cuando se enamoraba de una chica o sentía unas inmensas ganas de tener una relación seria, formal y de larga duración, hacía -irónicamente- todo lo posible por alejarse de esa persona. Básicamente, huía de ella.

Trató de no prestarle atención a aquella señorita, su timidez y sus nervios le habrían delatado de que, a él, en efecto, también le había llamado la atención ella. Pero no podía hacer nada, no valía la pena hacer algo al respecto, tener una nueva amiga que se interesara en él y que sonriera al verlo y al decirle “hola” todos los días en que se vieran era algo que no valía la pena, aunque, muy en el fondo, le interesaba la idea de tener algo así. El miedo, la inseguridad y un extraño remordimiento que el percibía como un “remordimiento ajeno”, algo que no le pertenecía pero que le seguía a casi todas partes y que podía apreciar con mayor claridad en los ojos de las lindas muchachas que se le cruzaban, se interponía entre él y la simple idea de acercarse a una señorita y poner ahí los cimientos de una posible amistad o, incluso, de algo más que eso.

Por fin llegó a casa, a eso de las seis de la tarde. Era un sábado y esos días entraba a las nueve de la mañana, salía a las cinco de la tarde y, por cuestiones de tráfico y de que el autobús no es el vehículo más rápido en el que puedes viajar, llegaba a su casa entre cuarenta minutos y una hora después de haber salido del trabajo.




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