El Tren

II

Las cosas pequeñas no eran importantes entonces. Las cosas grandes, por el contrario, eran lo que más le preocupaban. Ahorrar y trabajar lo suficiente para poder ingresar a la universidad era una de sus prioridades. Esa era una “cosa grande” de la que podía y debía preocuparse para darle un sentido a su vida y continuar con un propósito. De todas formas, algo estaba claro; él tenía el propósito de buscar un propósito y a través de ello le daba algo de sentido a su vida, pero no poseía la más remota idea de qué quería hacer con su vida o qué quería estudiar.

El trabajo se hacía más y más pesado, pero, curiosamente, mientras más pesado era, también era más fácil soportarlo y hasta trabajar con más esfuerzo y descansar menos. En el fondo sabía que esa paradoja con el tiempo sería cruel, pasaría factura pues, como decía su madre: “nada es gratis en la vida, uno tiene que esforzarse mucho por todo y las cosas que resultan fáciles de conseguir, casi nunca valen la pena”. Había sido una mujer de mucho esforzarse y trabajar a cambio de tener una vida digna y tranquila, aunque en dicha vida no viniera incluida una necesaria y justa salud mental. En algún momento se sentiría cansado. Tarde o temprano estaría igual o peor de lo que estaba en ese entonces su madre; agotado, impotente, vacío, quizás solo o condenado a aceptar un “peor es nada” como el de su madre con su padre; condenada a aceptar la única compañía amorosa -si es que a aquello se le podía llamar amor- que le quedaba en la vida, la misma que fue la causa de múltiples llantos, gritos, penas y dolores.

Mientras trabajaba, Miguel pensaba en muchas cosas. A veces al limpiar el mesón del restaurante, acomodar los vasos en sus lugares y preparar un número indefinido de cafés luego de prestar atención al pedido de los clientes, había intervalos de tiempo en los que reinaba el silencio y un vacío emocional dentro de él que le daban la ventaja de poder pensar en algunas cosas. Pensaba en su padre; el café bajaba de la máquina expendedora, espeso y caliente, elevando grandes cantidades de humo que dejaban en el aire un fresco y siempre delicioso aroma a café recién hecho. Quizá no odiaba tanto a su padre; lo odiaba lo suficiente, pero recordaba que jamás le había puesto una mano encima a su madre. De haberlo hecho posiblemente él jamás lo hubiera dejado acercársele a ella de nuevo o lo aborrecería de forma más abierta y transparente. No lo hacía de esa forma, él lo odiaba de una manera más cerrada y disimulada. Sabia que si lo odiaba en voz alta y se lo recalcaba cada vez que estaba en la casa con doña Carla, ella se pondría aún más triste e impotente de lo que ya estaba.

Pese a nunca haberle puesto una mano encima, entre él y otras personas hicieron de su madre a una persona rota y, aunque le doliera verlo de esa forma, un poco extraña. No entendía muchas cosas, «pero hay cosas que es mejor no entenderlas», pensaba Miguel. Cuánta razón tenía. Si bien existen personas con una sana curiosidad totalmente humana e incluso necesaria por averiguar y conocer ciertas cosas, también existen personas con una inescrutable y absurda ansiedad por saberlo todo y entenderlo todo sin un motivo coherente; esas pobres almas, tarde o temprano, acaban enloqueciendo sobremanera.

Los días no cambiaban de forma considerable en aquel entonces. La monotonía y la esperanza era todo lo que Miguel sentía tener en su vida. La esperanza de llegar a las grandes cosas; carrera, trabajo, una mujer que lo amara, puede que uno o dos hijos y vivir con propósitos y obligaciones hasta el final de sus días; hasta la inevitable muerte.

Hablando de cosas inevitables, la salud de su madre iba de mal en peor. Su padre pasaba más tiempo en casa cuidando de su madre, compartiendo tiempo con ella y conversando sobre quién sabe qué cosas. Eso lo irritaba, no tanto el hecho de que el cretino de su padre estuviera más tiempo cerca de ellos, sino, más importante todavía, la salud de la madre. Se puso a pensar en lo inevitable que era la muerte incluso si él conseguía darle un propósito o un sentido a la vida y, teniendo eso en mente, no pudo evitar contagiarse del virus de la preparación, aquello que se hace para que la resignación sea más simple… Su madre podría morir, ¿Qué pasaría si eso ocurría en ese momento o un par de días después? Podía ocurrir dentro de pocos días, semanas, meses o, en el mejor de los casos, años, pero, tarde o temprano, eso iba a suceder.




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