El Tren

IV

Pensar en el sueño en un momento como ese era siniestro. No concebía que un jodido sueño tan anormal que parecía no tener ni pies ni cabeza le quisiera enseñar algo, advertirle algo. Decidió que era mejor no pensar en eso, no entender el sueño y dejar de mezclar con la realidad cosas que no tenían nada que ver con la misma. Ese mismo domingo su madre llegó de su paseo -o lo que sea que hubiesen hecho- con su padre. Estaba más rara que nunca; entró por la puerta de la casa y caminaba por todas partes como quien llega de la calle con gran decepción luego de haber vivido algo que hubiera preferido no vivir. Quizás vio algo, le dijeron algo o se enteró de cualquier cosa que le tiró los ánimos al suelo dejándola en peor estado.

A eso de las diez de la noche la mayoría de luces estaban apagadas. La casa era suficientemente grande; los dormitorios de Miguel y Laura estaban juntos y, a su vez, alejados del dormitorio de la madre. Los domingos todos se iban a dormir más temprano que el resto de la semana, es como si esperasen con ansias la cansina y dolorosa monotonía que iniciaba los lunes porque, por absurda y cruel que pudiera ser, le daba algo de sentido a las cosas.

Un leve llanto se empezó a escuchar desde el dormitorio de la madre. Era un llanto suave, pero denotaba venir de alguien que trataba de disimularlo o de esconderlo con la almohada para que no fuese tan fuerte como debía ser. Lloraba con ganas de llorar, pero sin ganas de ser escuchada. Puede que con algo de ganas de morir, pero sin ganas de que alguien lo supiera.

Sintió como se abrió la puerta de la habitación de la hermana, caminó despacio y, encendiendo algunas luces en el camino, ella fue hasta el cuarto de la madre a ver qué pasaba. Se sintió tranquilo por ello, no podía hacer gran cosa por el llanto y el vacío de su madre, pero recordaba con nostalgia las veces en que lo había intentando en el pasado. Su padre se había caracterizado por criticar la forma de hablar de la señora Carla que siempre fue con un tono de voz fuerte y estricto. Decía que estaba harto de escucharla gritar por todo, de discutir y pelear a cada rato y, cuando Laura y Miguel eran un par de niños medio inocentes, le sacaba en cara este “defecto” a la mujer que alguna vez fue su esposa y, acto seguido, salía a la calle a verse con quién sabe quién o a gastarse el poco dinero que tenía llenando de regalos y momentos a mujeres que no se lo merecían, cosa que jamás hizo con su propia mujer.

Las cosas tenían más sentido al recordar la infancia. El odio a su padre, lo mucho que le molestaba verlo cerca de su madre, su inseguridad y confusión ante muchas cosas de las que escapaba como, por ejemplo, la vida misma. Mucho sabía aquel cretino sobre la forma de gritar de Carla Hernández. La había visto enojada y alterada muchas veces, pero, Laura y Miguel sabían más que nadie lo que era ver a esa mujer rota y deprimida, gritando de dolor y tristeza. Cuando era niño solía quejarse de algunas cosas. No le gustaba que su madre gritara tan fuerte por cualquier cosa como si la infancia fuera una especie de dictadura militar. Con los años, mientras maduraba y comprendía muchas cosas, empezó a agradecer por la forma tan fuerte y estricta en la que su madre los crio a él y a su hermana. Gracias a ello su hermana era quien era; una mujer trabajadora, independiente, de gran carácter y autoestima y decidida con lo que quería hacer con su vida. Y él, bueno, era responsable, trabajador y, lo más importante, no estaba dispuesto a ser el mismo imbécil que era su padre.

La niñez fue difícil. El llanto de su madre tenía sentido y era realmente eterno en un cruel sentido. Aquella noche tuvo pesadillas como nunca antes había tenido. Piezas cortantes del pasado se amontonaron en un complot para aparecer en la noche como un espejo roto unido de forma incorrecta, en un garabato de armas blancas que, con solo mirarle, podía sentir cómo cortaba su alma.

La vista se le empezó a nublar y el techo daba muchas vueltas. El sueño llegó casi de golpe y desde ahí alcanzaba a escuchar las voces de la madre y la hermana, no comprendía nada de lo que estaban diciendo, pero las voces a lo lejos se distinguían. Mientras más aporreaba el sueño más se alejaban las voces, ahora parecían venir desde muy lejos. El llanto seguía y todo se iba distorsionando lentamente. Se quedó dormido mientras su madre seguía llorando y conversando con su hermana. En un estado onírico y esquizofrénico los sonidos de la realidad se mezclaban con sonidos que nunca habían estado allí… estaba en ese estado que muchos experimentan en donde el cincuenta por ciento de la conciencia está dormida y el resto está despierta, dejando a la persona en una especie de línea entre dos mundos y teniendo una visión borrosa y limitada para cada uno.

Su infancia había resucitado en ese horrible trance. El pequeño y usual llanto se convirtió en gritos desgarradores. Posteriormente eran puñetazos y patadas en las paredes. Algo en su interior le hiso saber que los gritos y los golpes no venían del lado de la realidad sino del lado de la pesadilla. Ese algo era la memoria; esos gritos y golpes eran reales o, al menos, lo habían sido y él lo recordaba muy bien.

Como él mismo reflexionó con anterioridad, volvió a recordar que su padre jamás le puso una mano encima a su madre. Las traiciones, repentinos abandonos y, posteriormente, “arrepentimientos” y nuevamente abandonos, sin embargo, le produjeron daños mayores… daños emocionales y mentales.




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