La casa estaba sumida en una calma tensa, una tranquilidad que escondía un mal presagio. La luna, alta y vigilante, derramaba su luz fría sobre las paredes encaladas de la habitación, donde Otilia dormía junto a su hermana Julieta. Fuera, el aire de verano traía consigo el olor seco del polvo levantado por los últimos camiones que patrullaban la ciudad.
Otilia despertó sobresaltada. No sabía si había sido la brisa fresca o un ruido en el salón. Giró la cabeza hacia Julieta, que dormía profundamente, sus rizos oscuros cayendo como un telón sobre su almohada. Tenía apenas dieciséis años, pero su rostro sereno parecía el de alguien mayor, alguien que ya entendía demasiado de las cartas que se reparten en esta partida llamada vida.
Con cuidado, Otilia se levantó de la cama, sus pies descalzos rozando el suelo de baldosas frías. Se dirigió hacia la puerta, pero algo la detuvo: voces bajas y apremiantes sonaban en el salón. Reconoció la de su padre, cargada de gravedad, y la de su madre, que apenas lograba mantener el tono controlado.
Sin hacer ruido, atravesó el pasillo, decorado con modestia, apenas un mueble estrecho y unas fotos en la pared, y se quedó en el umbral del salón, oculta tras la penumbra.
—Aniceta, debes pensarlo bien en lo que te he dicho —decía su padre, oficial del ejército, con el rostro marcado por la fatiga. El brillo tenue de las lámparas de queroseno se reflejaba en sus ojos—. Te lo repito, los legionarios van a tomar la ciudad. Es cuestión de días, tal vez horas. Estoy seguro. La defensa es un despropósito. No puedo garantizar vuestra seguridad si os quedáis aquí. Las niñas correrán peligro.
—¿Y cómo piensas que voy a cruzar la frontera con ellas? —replicó su madre, su voz entrecortada por el miedo que intentaba disimular—. ¿Y qué haremos luego? ¿De qué viviremos? No tengo fuerzas para esto.
El oficial tomó las manos de Aniceta con una delicadeza inusual para alguien acostumbrado a la dureza del ejército. Era un hombre firme y recto pero también sabía amar.
—Encontrarás la manera de responder a todas esas preguntas. Eres más fuerte de lo que crees. Siempre lo has sido. Si te quedas, estaréis las tres en peligro. No puedo entrar en combate pensando que Julieta y Otilia están aquí. Se va a armar una buena y los sublevados no tendrán piedad. A las familias de los oficiales las toman como trofeos, como botines. Acabaréis encarceladas o peor. No puedo permitirlo.
Aniceta cerró los ojos, como si las palabras de su esposo fueran un golpe que necesitaba absorber antes de responder. Su marido, minutos antes, había sido muy claro con respecto al futuro de la ciudad, exponiendo sus inquietudes en un monólogo largo que ahora se repetía en la mente de la mujer.
—¿Y tú? —preguntó con un hilo de voz—. Dices que la ciudad está perdida, pues ven con nosotras.
El oficial apretó las manos de ella, su expresión endureciéndose.
—Mi destino está aquí. Mi deber es defender esta ciudad, incluso si ya está perdida. Si huyo contigo, todo lo que soy no significará nada. Seré un trapo viejo sin deseos de vivir, un hombre con la cabeza baja. No he vivido una vida llena de orgullo para despreciar mi honor a las primeras de cambio. Sabes que no puedes pedirme eso.
En el umbral, Otilia contuvo el aliento, sus ojos ampliados por el miedo. En ese instante, se dio cuenta de que estaban al borde de la separación: su familia estaba a punto de fragmentarse, de ser lanzada a un destino incierto.
De repente, un leve gemido hizo que los dos adultos se giraran. Aniceta vio a Otilia, con su camisón blanco, que parecía brillar bajo la luz tenue, y al instante su rostro se suavizó.
—Ven aquí, hija —dijo su madre, extendiendo los brazos.
Otilia avanzó con pasos tímidos y se acurrucó junto a su madre en el sofá, mientras el padre se pasaba la mano por el cabello, claramente preocupado de que la conversación hubiera sido escuchada por alguien tan joven. Además, su hija Otilia no tenía carácter para enfrentarse a las desgracias.
—¿Vamos a huir, papá? —preguntó Otilia de manera inocente, sabiendo la respuesta.
El padre se arrodilló frente a ella, tomando sus manos.
—Sí, hija. Tú, tu madre y Julieta debéis ir a Portugal. Allí estaréis a salvo.
—¿Y tú? —susurró Otilia, sintiendo que el nudo en su garganta se hacía más grande.
El oficial intentó esbozar una sonrisa, pero no lo logró del todo. Adivinaba su destino. Aunque la vida siempre ofreciera posibilidades, podía apostar a que su partida estaba perdida.
—Yo me quedaré. Pero haré todo lo posible por encontraros cuando esto termine.
En ese momento, Julieta apareció en el marco de la puerta, con los ojos entreabiertos y el cabello alborotado. Había escuchado lo suficiente.
—¿Es verdad? —preguntó. Su voz, aunque calmada, temblaba ligeramente.
Aniceta le hizo un gesto para que se acercara y Julieta lo hizo, sentándose junto a su madre. Por un momento, el silencio llenó la habitación. Las tres mujeres se miraron como si intentaran grabar cada detalle de ese instante, como si supieran que pronto serían arrancadas de la única vida que conocían y, al hacerlo, les arrancarían al hombre que era todo para ellas.
Julieta fue la primera en romper el silencio.
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Editado: 19.03.2025