Miriam Cazzola no había llegado a la provincia de Badajoz por simple casualidad. La historia de su madre, Demetria, era un faro en su corazón, y ella una luz que, por desgracia, se apagaría demasiado pronto. Demetria había nacido en Alburquerque, un pueblo generoso en tamaño y carácter, a unos cuarenta y cinco kilómetros de Badajoz. Pero, empujada por circunstancias misteriosas que Miriam jamás llegó a conocer del todo, su madre abandonó España en busca de un nuevo destino, lejos de un entorno que, por algún motivo, había empezado a señalarla públicamente con el dedo. La vocación de maestra de Demetria le abrió las puertas de Italia, un país donde encontró tanto el amor como la oportunidad de construir una vida nueva y anónima.
En Italia, Demetria conoció a un profesor italiano que compartía su visión y sus sueños, un hombre con ideas abiertas y dispuesto a enfrentar con ella los desafíos de su tiempo. Juntos, crearon un hogar para Miriam, un lugar donde la curiosidad y el amor por el conocimiento fueron las piedras angulares de su niñez. Pero la tragedia de la Gran Guerra lo cambió todo. La guerra arrasó con todo lo que Miriam amaba: su madre, su padre y la familia paterna que tanto le gustaba descubrir.
A los dieciséis años, sola, en una Italia devastada y llena de recuerdos, y sin deseos de volver a un pueblo alpino que le recordaba la muerte de todos sus seres queridos, tuvo que tomar una decisión que cambiaría el rumbo de su vida. Comunicándose con su abuela materna, a quien apenas conocía más que por las cartas que intercambiaba con su madre en contadas ocasiones, logró llegar a España, a una tierra convulsa y dividida que le servía de refugio. Sin saber lo que le depararía el destino, Alburquerque era una oportunidad para empezar de nuevo y conectar con sus raíces, sintiéndose de alguna forma más cerca de esa luz que irradiaba su madre.
Los años que pasó en Alburquerque se le hicieron casi tan duros como los interminables años de guerra en Italia. Su abuela, por naturaleza, era de trato áspero y exigente, alguien que brindaba poco afecto y muchas palabras duras, pocos abrazos y demasiados desprecios, apenas ninguna conversación sobre cosas interesantes, pero sí abundante trabajo físico. En demasiadas ocasiones, Miriam se planteó si debía regresar al país que la vio nacer. No obstante, sabía bien lo que significaba su situación: no tenía nada, ni a nadie. Y aunque Italia parecía estar en auge bajo el liderazgo de Benito Mussolini, era también un país descontento, con ansias de expansión y regeneración. Para ella, Italia era poco más que un eco en su memoria, una tumba que había sepultado a toda su familia paterna, una losa a la que no podía volver, aunque la distancia y el dolor la obligaban a recordarlo con un profundo dolor y revolvimiento de tripas.
Sorprendentemente, cuando su abuela falleció, Miriam lloró desconsoladamente a los pies de su tumba. Murió sin contarle a su nieta por qué su madre se marchó del pueblo que la vio nacer, sin contarle un secreto que ella deseaba saber, y por el cual preguntó en más de una ocasión encontrando siempre como respuesta el extraño y contradictorio sonido del silencio. La anciana se fue, dejando abierta una herida que desangraba lentamente a su nieta, pues la esperanza de entender por qué una Demetria joven, alegre, hermosa y cariñosa había decidido encontrar consuelo a dos mil kilómetros, en una tierra de idioma y rostros ajenos, era la única idea que mantenía a Miriam cuerda y le daba fuerzas para seguir enfrentando una vida que parecía empeñada en endurecerla.
Una vez más, la muerte de un ser querido —porque el ser humano en su soledad o perdición se apega incluso al desprecio y porque Miriam hallaba un oasis en las escasas muestras de amor de la vieja retorcida— quiso que la vida de la italiana tuviera un fortuito cambio de rumbo, sin que este fuera gracias a alguien, sino, más bien, resultado de carambolas insignificantes que chocaron cuando ella menos lo esperaba y, como si fuera cosa del destino, se vio a los pocos días del fallecimiento de la anciana dando clases en una escuela de Badajoz.
Abandonar Alburquerque fue mucho más fácil de lo que sus lágrimas derramadas anunciaban. La existencia de su abuela se diluyó rápidamente en un cajón oscuro y esquinado, sin que apenas ella se diera cuenta.
Dejó atrás el misterio y se marchó con resignación, pues muerta la última testigo de la opaca ignominia que expulsó a Demetria de su pueblo, ya nada podía hacer para averiguarlo. El secreto moría con su abuela, y aunque fuera un secreto a voces, Miriam sabía que jamás nadie se lo contaría.
Por dicho motivo, Alburquerque, con sus portales góticos y su singular castillo, se convertía en una nueva tumba, un cementerio amurallado al que no debía volver si no deseaba desenterrar malas vivencias e ingratas reminiscencias y si no quería verse envuelta en una espiral de absurdo desconsuelo y soledad eterna.
Badajoz la recibió con los brazos abiertos, al menos desde la perspectiva de Miriam, acostumbrada a un trato despectivo y a ser ignorada por la mayoría de habitantes de Alburquerque. La necesidad que tenía la República de alfabetizar el país, tan lleno de analfabetos que hasta contar con la mano en una conversación resultaba harto difícil, la colocó como maestra en un pedestal público al que no estaba nada habituada. Los padres la respetaban solo por el hecho de ser maestra de sus hijos y la obsequiaban con regalos. Los niños la respetaban, en un principio, por que más les valía hacerlo, amenazados por sus padres de que un toque de atención supondría una tunda inolvidable. Después, la respetaron por su cariño, ese cariño que a ella le había faltado y que brotó poco a poco desde lo más profundo, a causa del roce continuo, a medida que pasaban los años. Badajoz se fue convirtiendo para Miriam en lo más parecido a un hogar, pues aprendió de nuevo a encontrarse a gusto, sensación olvidada desde el inicio de la Gran Guerra. La italiana descubrió en la enseñanza, profesión que ejerció Demetria, su madre, el nuevo germen que regar para brotar sus deseos de vivir; y en los niños halló la compañía que necesitaba para combatir la lacerante e ineludible soledad.
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Editado: 19.03.2025