El tridente de Poseidón

Capítulo 1

Capítulo 1

El día había comenzado como cualquier otro. 

La rutina no había cambiado en los dieciocho años que Alysa llevaba en el convento. Ya lo hacía inconscientemente. Se despertaba antes del alba, hacía su cama, se vestía, se lavaba la cara y desayunaba en el comedor con todas sus compañeras. 

En ese momento no había razón para pensar que ese día cambiaría toda su vida. 

Minutos más tarde del desayuno, un autobús llegó para llevarlas a la playa más cercana y desierta (las hermanas no eran muy partidarias en dejar que las muchachas se mezclaran con los muchachitos del pueblo). Subieron todas al vehículo, ilusionadas de poder salir de aquellas cuatro paredes de piedra y se pusieron en marcha. 

El autobús arrancó y se dirigió poco a poco hacia la esquina de la calle para girar con cuidado y bajar hacia la playa. 

Cuando llegaron, Alysa se desvistió a toda velocidad para ir a unirse con sus compañeras. Unas se echaban agua las unas a las otras; otras hacían castillos en la arena; algunas cuantas se atrevían a zambullirse en el agua para nadar hasta la boya más próxima. Sin embargo, otras como Alysa, recogían caracolas y conchas para hacer collares o pulseras. Las recogían de todos los colores y formas: grandes, pequeñas, rojas, verdes, amarillas, redondas u ovaladas. 

—¡Mira esta Alysa! ¡Es preciosa! —le dijo una compañera mientras cogía una concha en tonos anaranjados y la miraba dando vueltas a la piedra en la palma de la mano. 

—¡Es preciosa, Seema! ¿Dónde la has encontrado? —le preguntó la chica caminando hacia su compañera. 

—Medio enterrada en la arena. La pondré en un collar. Será maravilloso. 

Seema era la joven con mejor gusto que Alysa había conocido. Era una chica normal, bastante alta, con la melena larga y morena y unos ojos negros en forma de almendra muy hipnóticos. Los labios finos y suaves, los pómulos altos y pronunciados la hacían parecer una de las modelos que salían por la televisión desfilando aquellos hermosos vestidos. La muchacha siempre estaba diseñando ropa o complementos para ella y sus amigas. 

Ambas seguían buscando caracolas cuando un objeto volador las interrumpió. El objeto cayó en la arena, muy cerca de la cara de Seema. Era una piedra. Si hubiera caído unos centímetros más a la derecha, la chica tendría una brecha en la cara. 

Alysa miró a la responsable que, sabía, la había lanzado y le gritó furiosa:

—¡¿Te has vuelto loca?! ¡Podrías haberle dado! 

—Esa era mi intención, pero está claro que he fallado —contestó la chica riendo a coro con sus amigas mientras corrían a zambullirse al agua. 

—¿Estás bien? ¿Por qué dejas que se metan contigo? —le preguntó a Seema. 

—No quiero meterme en líos por rebajarme a su nivel. Si la madre superiora me ve… Da igual —la muchacha se dio la vuelta y continuó buscando conchas. 

Alysa clavó su mirada en Casia, la lanzadora de la piedra, y deseó que el agua se la tragara. 

De repente, y sin ninguna explicación, el agua alrededor de Casia empezó a burbujear. En unos pocos segundos, la chica se hundía en el agua como si algo tirara de ella. La muchacha no paraba de gritar y de nadar frenéticamente para poder mantenerse a flote. 

Una de las hermanas se metió en la playa para ayudarla. La madre superiora miró hacia donde permanecían Alysa y Seema observando la escena. «No puede ser Seema», pensó desconcertada. Se fijó en la otra muchacha. «No puede ser verdad. ¿Alysa?», siguió cavilando la madre superiora. Se encaminó hacia ella con el ceño fruncido y cara de pocos amigos. 

—Alysa, déjala ya —le ordenó con autoridad. 

La joven la miró perpleja. No entendía nada de lo que estaba pasando. 

—Alysa, para. Deja tu mente en blanco. 

La aludida obedeció y, de inmediato, lo que estuviera tirando de Casia se detuvo. 

—Todas al autobús. Nos vamos al convento —les gritó la madre superiora al coger el brazo de Alysa para tirar de ella hacia el vehículo. 

Se montaron lejos de Casia y sus amigas, el chófer arrancó y le dio la vuelta al autobús para tomar la calle cuesta arriba. Giró en la esquina y el convento apareció ante ellos. En cuanto bajaron, la madre superiora se llevó a Alysa y a Seema hacia su despacho. Pasó por delante de la cocina tirando de ellas como si fueran dos niñas pequeñas, y eso que le sacaban una cabeza y media a la menuda monja. 

—Madre superiora, ¿qué hemos hecho? —quiso saber Alysa con confusión al seguir los pasos apresurados de la anciana. 

La mujer murmuraba palabras que ninguna de las jóvenes llegaba a escuchar bien.

Pasaron el último pasillo de piedra que llevaba al despacho y la madre superiora se paró enfrente de las puertas de madera para hacer que Seema esperara en el banco de madera mientras hablaba con Alysa. 

La mujer se acercó hasta su silla detrás de la mesa caoba que presidía la habitación y se sentó.

—Siéntate —le ofreció a la chica señalando una pequeña silla delante de la mesa—. ¿Desde cuándo lo sabes, Alysa? 




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