Caminaron calle abajo hasta que llegaron al pueblo. Las calles estaban atestadas de gente y puestos con todo tipo de cosas para vender o comprar.
Anduvieron unos minutos hasta que llegaron al primer hostal que vieron más o menos decente y alquilaron una habitación. No era de lujo, pero podía pasar por una bastante cómoda.
La habitación tenía dos camas individuales con un colchón lleno de bultos y las sábanas, que alguna vez fueron blancas, amarillas. Las almohadas solo eran dos cojines. Había un armario a un lado de la pared y una cómoda al lado de la puerta. Junto a las camas, dos mesitas de noche medio comidas por las termitas.
Dejaron las maletas encima de las camas y Alysa cogió la cajita que la madre superiora le había entregado junto al pergamino.
—¿Qué hay dentro? —le preguntó Seema al sentarse a su lado.
—No lo sé. Me lo dio la madre superiora. Me dijo que estaba en el moisés cuando me abandonaron.
—¿Vas a abrirlo?
—Supongo. A lo mejor así sé de dónde vengo, ¿no?
Seema asintió con la cabeza y miró cómo su amiga abría la cajita de madera con pequeños ribetes de oro y sacaba de ella un objeto.
—¡Es un anillo! —respondió Seema con ilusión.
—Tiene un escudo. Parece como… agua. Mira —le dijo al enseñarle la sortija para que pudiera verla mejor.
—Es precioso.
—Vamos a la biblioteca a ver si averiguamos algo. A lo mejor puedo traducir la carta —le cogió el anillo a Seema y se lo puso en el dedo anular izquierdo.
Bajaron a recepción y le preguntaron a la aburrida mujer detrás del mostrador si sabía dónde estaba la biblioteca pública.
Las dos chicas se encaminaron hacia el final de la calle abarrotada por los tenderetes de los pueblerinos. Llegaron al final de la calle y giraron a la derecha. Más puestos continuaban a los lados de la calle.
—La dueña del hostal me dijo que era por aquí cerca, a la derecha, pero yo solo veo puestos de ropa —apuntó Alysa mirando los pequeños tenderetes cuadrados de hierro que ocultaban las casas detrás de ellos.
—Allí —señaló Seema señalando un edificio de piedra bastante antiguo. Las enredaderas habían invadido toda la fachada delantera para teñirla de verde—. Alysa, mira hacia atrás con disimulo —le susurró—. Creo que esos dos hombres nos están siguiendo.
La aludida miró hacia atrás como si estuviera observando una chaqueta de cuero de uno de los puestos y vio a dos hombres que parecían seguirlas. No tenían pinta de ser amigos.
Los dos hombres iban desaliñados, con el pelo y la barba demasiado largas y con bastante suciedad en las manos y la ropa.
Las féminas empezaron a andar con más rapidez hacia la biblioteca para esconderse entre la multitud. Llegaron a la puerta del edificio, subieron los escalones de piedra gris a toda velocidad y entraron.
Una mujer regordeta sentada detrás de un pequeño mostrador de roble sellaba unos libros. Levantó la mirada cuando las chicas entraron y puso los ojos en blanco para volver a pasar los libros para sellarlos.
—Disculpe, ¿sabría decirme qué idioma es? —Alysa le acercó el pergamino sin dejar de echar un vistazo a los dos hombres que esperaban fuera, observando con disimulo unas lencerías en un puesto.
La mujer lo estudió con detenimiento, luego miró por encima de las diminutas gafas a las muchachas y les respondió con un tono seco:
—No había visto este idioma en mi vida. No puedo ayudaros.
—Gracias de todas formas —Alysa guardó el pergamino y se acercó a su amiga para susurrar—: Seema, vamos a echar un vistazo a ver si hay algún libro con el que pueda traducir este galimatías.
***
Después de buscar en varios libros, no tuvieron suerte. Ese idioma estaba siendo muy escurridizo.
—Será mejor que sigamos buscando mañana. Se está haciendo tarde —anunció Alysa con frustración.
Seema se levantó para estirar el cuerpo y dirigirse después hacia la salida cuando su amiga la detuvo:
—¿Puedo hacerte una pregunta? —Seema asintió y Alysa continuó—. ¿Sabes algo de tus padres? ¿Por qué te abandonaron en el convento?
La chica bajó su mirada negra vidriosa y se sentó de nuevo en la silla.
—No lo sé. A mí también me dejaron una nota junto a la cesta y un objeto. Cuando descubrí mis… —se quedó callada al instante.
—¿Qué descubriste?
—Cuando descubrí mis poderes —le susurró. Su amiga la miró con la boca abierta mientras ella seguía con su relato—. Casia me estaba haciendo la vida imposible, como siempre hace, y deseé que se atragantara. Lo hizo, pero una de las hermanas la salvó. La madre superiora se dio cuenta de que lo hice yo, aún no sé cómo, y me advirtió de que nunca más lo hiciera. No sabía cómo controlarlo. Solo pensaba en algo que quisiera hacerle a esa persona y sucedía sin más.
—¿Qué les hacías exactamente? —quiso saber Alysa al coger la mano de su amiga como apoyo.
—Les robaba el oxígeno. Las asfixiaba.