El tridente de Poseidón

Capítulo 9

—No lo estarán. Cuando el Comandante se vaya a por los anillos, nosotros iremos a por ellas —le respondió Bastiaan al incorporarse en el sofá con la mano en el hombro izquierdo. 

—¿Estás mejor, compañero? 

—Gracias por la cura. 

—No hay de qué. 

Mientras los capitanes, el general y el rey discutían de cómo sacar a las muchachas del altar, el Comandante y sus joyas llegaban hasta el lugar. 

—Bien, joyas mías, hacedme invencible —dijo al poner los brazos en cruz con una actuación dramática—. Dadme vuestros anillos. 

—¿Qué anillos? —preguntó Alysa con inocencia. 

—Los anillos que vuestros padres os dieron. Vamos, no tengo todo el día. 

—Yo no tengo ningún anillo. ¿Tú tienes algún anillo, Seema?

—No, no recuerdo que me hayan dado uno —respondió la aludida encogida de hombros. 

Los ojos del hombre se pusieron rojos de furia. Se acercó con paso firme a la princesa y le miró las manos. 

—¡¿Dónde están los anillos?! —gritó apretando las manos de ambas jóvenes con fuerza. 

—No lo sabemos. No sabemos de qué anillos nos está hablando —contestó Alysa con una mueca de dolor. 

El Comandante soltó las manos de las féminas y se dio la vuelta con los puños cerrados con fuerza. Se volvió de nuevo hacia ellas y le dio una bofetada a cada una. Salió de la sala del altar cerrando las puertas dobles blancas de un portazo que hizo retumbar la estancia. 

—¡Que nadie salga ni entre de esta sala! —le ordenó a los dos mercenarios que estaban delante de las puertas. 

El Comandante puso rumbo a las mazmorras a toda velocidad. Estaba seguro de que los anillos estaban allí. Si no estaban en la celda escondidos, muy probablemente los tuvieran el rey y el general, o los dos capitanes. Tenía que encontrarlos antes de que acabara el día. No quería esperar más para conquistar el mundo. 

Entró en la mazmorra pisando fuerte y se dirigió directamente a la celda donde habían estado las chicas. Buscó por todos los rincones, mas no encontró nada. 

—¡¿Dónde están?! —gritó mientras se dirigía hacia las otras celdas. 

No hubo ninguna respuesta por parte de los reclusos. Estaban todas vacías.

—¡Guardias! ¿Dónde están los prisioneros? —reprendió a los dos hombres de la puerta que entraron atropelladamente.

—En sus celdas, Comandante —respondió uno de ellos. 

—¿De verdad? ¡¿Crees que os llamaría si estuvieran en sus celdas?! ¡Se han escapado, idiotas! ¡Encontradlos, ya!

Los dos hombres se dieron la vuelta y salieron de la estancia a todo correr para buscar a los prisioneros. 

—¿Se puede saber a dónde vais, imbéciles? —preguntó el Comandante mientras se masajeaba las sienes con los dedos. 

—A buscar a los prisioneros, señor. 

—Se habrán ido por el pasadizo secreto, estúpidos. Encontrad el pasadizo y traédmelos aquí ahora mismo. 

«¿Dónde habrán metido los anillos?», se preguntó el Comandante al salir de la mazmorra. Volvió a la sala del altar y las chicas continuaban allí, sentadas a los pies de las escaleras de mármol blanco y dorado. 

—Joyas mías, vais a tener que venir conmigo hasta que encuentre los anillos. Estaréis más cómodas en mis aposentos. 

—Preferimos la celda —dijo Alysa al ponerse en pie con la cabeza bien alta y los labios fruncidos. 

—Pues no puede ser. Vais a ir a mis aposentos hasta que yo diga que os necesito aquí. ¡Guardias! Llevarlas a mi habitación. 

Los hombres salieron detrás de las chicas y las condujeron hacia las escaleras de caracol de hierro forjado para subir al piso superior. Al final de un gran pasillo lleno de habitaciones, se encontraba una puerta doble de roble blanca con el pomo de oro. Los guardias abrieron y empujaron a las féminas hacia el interior sin ningún miramiento. 

Alysa cayó al pequeño sofá blanco que había cerca de una ventana y Seema se precipitó encima de ella. Los hombres cerraron y se quedaron vigilando. 

—Alysa, ¿estás bien? —le preguntó su amiga mientras se quitaba de encima. 

—Creo que sí —contestó al levantarse del sofá y observar la habitación. 

La habitación blanca por todas partes y cuadrada era muy espaciosa y luminosa, con altos techos rodeados con escayola en forma de bastón ondulado. Un diván de tela blanca y madera de caoba presidía la estancia, cerca de una estantería con muchos libros. Delante del gran ventanal había un desnivel con un escritorio de robusta madera de roble. A la izquierda había unas puertas dobles. 

—¿Qué habrá pasado para que nos traiga aquí? —inquirió Seema echando un ojo a los libros con curiosidad. 

—No lo sé, pero por suerte no ha encontrado los anillos. 

—Aún tenemos tiempo para pensar en algo. 

Un pequeño ruido se escuchó en la habitación contigua, la que las puertas dobles ocultaban. 




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.