Conrad cogió su máquina de interferencias y pasó el detector por todas las paredes. Empezó por las habitaciones y terminó con las del salón. En ninguna encontró nada.
—Señor, no hay nada. Este sitio está limpio.
—Pásalo otra vez. Tiene que haber una puerta y pienso encontrarla, aunque tenga que demoler esta cueva para ello.
—Pero, señor… —empezó a decir el experto con temor.
—Pero nada. Pásalo otra vez. ¡No nos moveremos de aquí hasta que esa dichosa máquina pite! —gritó el Comandante rojo de furia.
Los mercenarios y el experto se miraron unos a otros. Pensaban que el Comandante estaba loco y no se equivocaban. ¿Por qué estaba tan empeñado en querer descubrir las supuestas puertas ocultas?
Conrad volvió a pasar una y otra vez la máquina, pero en ninguna ocasión pitó.
—Señor, sigue sin detectar nada. Aquí no hay ninguna puerta.
—Tiene que haberla. ¡¿Por dónde han salido si no ha sido por una puerta secreta?! Tiene que estar por algún sitio —vociferó el Comandante mientras tanteaba las paredes.
—Señor, duerma un poco. Mañana seguiremos con la búsqueda —le sugirió su segundo al mando al entrar en el pasadizo.
El Comandante miró con los ojos entrecerrados al hombre que se alzaba detrás de él. Era alto, de casi dos metros de altura, con el pelo y los ojos negros, la espalda ancha y musculada, al igual que los brazos y piernas, la mandíbula cuadrada y una perilla bien cuidada que la acentuaba aún más.
—Tienes razón —afirmó a regañadientes el Comandante refregando sus manos por los ojos cansados—. Todos estamos cansados. Mañana os quiero ver a todos aquí a primera hora de la mañana —ordenó antes de salir de la cueva para dirigirse a sus aposentos.
«¿Dónde se habrán metido esas ratas?», se volvió a preguntar mientras subía las escaleras hasta su habitación. «Es imposible que se hayan escapado delante de mis propias narices».
***
Mientras el Comandante dormía, Lysander y Bastiaan intentaban trazar un plan para acabar con él.
—Tendremos que contactar con nuestro infiltrado —le susurró el primero a su compañero para no despertar a las chicas.
Ambas se habían quedado dormidas abrazadas a ellos.
—Lo sé. La cuestión es: ¿Cómo nos ponemos en contacto con él sin que el Comandante ni ningún mercenario se dé cuenta? Le pondríamos en peligro. Yo no sé tú, pero no quiero cargar con su muerte el resto de mi vida.
—Yo tampoco. ¿Y cómo lo hacemos?
—No tengo ni la más remota idea —se restregó las manos por los ojos y bostezó—. Deberíamos dormir un poco. A lo mejor mañana se nos ocurre algo —Bastiaan se recostó en el sofá, abrazó a la princesa para acercarla un poco más a él y se durmió.
Lysander se quedó unos minutos observando a los tres. Acarició el pelo negro azabache de Seema con suavidad mientras se acomodaba a su lado y la envolvió en sus brazos. «No voy a dejar que os hagan daño», pensó dejando un leve beso en la frente femenina.
***
El Comandante se despertó cinco minutos antes del alba. Se levantó y se fue corriendo escaleras abajo hasta las mazmorras. Iba a encontrar esa puerta, aunque le costara la vida.
Entró en la guarida y tanteó todas las paredes de las habitaciones. Estaba seguro de que había otro pasadizo y que lo habían utilizado para escapar cuando había encontrado la puerta oculta. Sin embargo, ¿dónde podía estar? Ya había recorrido las paredes de arriba abajo, de derecha a izquierda y nada. Seguía sin encontrar nada. Era frustrante. Esos niñatos lo pagarían caro cuando los encontrara. Se arrepentirían de todo lo que le habían hecho.
El Comandante continuaba con sus pensamientos cuando el experto y los soldados entraron en la guarida.
—Señor, no sabía que estaba ya aquí —le dijo Conrad dejando los bultos en el suelo.
—Me he levantado temprano. Empieza tu trabajo.
El experto montó la máquina de interferencias y la pasó de nuevo por todas y cada una de las habitaciones de la guarida. Continuaba sin encontrar nada. Todo parecía estar limpio. Miró al Comandante que se había sentado en el sofá y le informó:
—Señor, no he encontrado nada.
—Vuelve a pasarla.
—Está bien, señor.
Conrad conectó de nuevo la máquina y por enésima vez, la pasó por las paredes, los suelos y los techos de las estancias. Ni un pequeño pitido. Estaba empezando a creer que eso era una gran pérdida de tiempo, pero le pagaban por ello, así que tenía que aguantarse. Sobre todo, si no quería acabar en las mazmorras o, lo que era peor, en la horca.
—Señor, no hay nada —informó con preocupación.
El Comandante se levantó lentamente del sofá, se acercó a la última pared donde el experto había estado examinando y le dio una patada a la máquina.
—¡Que traigan otra máquina! —ordenó a los soldados tirando el aparato por los aires.
Conrad se acercó hasta donde había caído la máquina y la revisó para ver los daños que habían causado la patada y el golpe contra el suelo. Para su sorpresa, no tenía daños serios. Observó al Comandante desde el suelo. Le estaba dando patadas a las paredes, a los muebles, a todo lo que se encontraba en su camino. Estaba furioso, muy furioso. Y también un poco chalado.