La noche dio paso a la mañana y el Comandante se despertó dispuesto a averiguar de una vez por todas dónde estaba escondida esa dichosa puerta.
Salió de sus aposentos a gran velocidad y llegó hasta las mazmorras. El capitán Corban se encontraba de pie delante de la puerta.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó el Comandante sorprendido al verlo tan temprano.
—Esperándole, señor. Hay que seguir con la búsqueda, ¿no?
—Por supuesto. Vamos —le dijo al adentrarse en el pasadizo para llegar hasta la cueva—. ¿Están los expertos dentro?
—Sí, señor. Han llegado antes del alba. Yo mismo me aseguré de ello.
—Buen trabajo, capitán. Su padre estaría orgulloso de usted —el Comandante le posó una mano en el hombro.
—No puedo preguntárselo, así que… Espero que sí.
El Comandante asintió y se puso a observar el trabajo de los expertos. No sabía por qué, pero no se fiaba de ninguno de esos hombres. ¿Cómo era posible que no encontraran nada con la experiencia que tenían y los recursos de los que disponían? Eran los mejores en su trabajo y, sin embargo, no daban con la puerta que unos niñatos habían escondido. Era incomprensible.
—¿Encuentran algo? —preguntó por encima del hombro de uno de los hombres.
—No, señor. Si hay una puerta está muy bien camuflada. Y probablemente, hayan hecho un hechizo de protección. Si es así, nadie podrá encontrarla, excepto el que lo haya hecho —le respondió el experto con total tranquilidad.
—En ese caso habrá que hacer algo para que la abran —murmuró el Comandante mientras pensaba en algún plan—. Yo pienso y vosotros trabajáis.
El Comandante se paseaba distraído por toda la habitación. Tenía que pensar en un plan para que ellos mismos abrieran la puerta, pero ¿qué? Miró hacia la chimenea, donde el capitán Corban se encontraba de pie, inmóvil, observándole.
—¿Está pensando en algo, capitán? —le inquirió mientras se acercaba a él.
—Pues sí, señor, pero no se me ocurre nada.
—A mí tampoco. Sentémonos. A lo mejor a sí se nos ocurre algo —le dijo, extrañamente amable.
Se sentaron en el sofá, mirando hacia las butacas y hacia los expertos. El Comandante seguía sin confiar en ellos.
—¿No se fia de ellos, señor? —le susurró el capitán al observar cómo los miraba.
—La verdad es que no. La otra puerta la encontraron en unos minutos, pero ésta, les está costando mucho. No sé por qué. Son los mejores de toda la isla y, aún así, no dan con ella. ¿No te parece extraño?
—Bueno, señor, yo no estoy muy puesto en este tema de las puertas, sin embargo, según Conrad, si la puerta tiene un hechizo protector nadie podrá encontrarla y, mucho menos, abrirla.
—Lo sé, lo sé. A mí también me lo ha dicho. Debe de haber una forma. Siempre hay un contrahechizo.
—Pues debería buscarlo, señor. No creo que el experto lo sepa o ya lo habría utilizado.
—Puede ser. O puede que solo lo esté haciendo para darles tiempo a esos bastardos. A lo mejor es un espía —dijo el Comandante mirando de reojo a Conrad que buscaba en las paredes del salón.
—Señor, si fuese un espía ya lo hubiéramos subido. Sabe que no se me escapa nada.
—Cierto, eres bueno en eso. De acuerdo, le daré un voto de confianza —se levantó del sofá y miró el reloj de su muñeca—. Iré a la biblioteca a echar un vistazo para ver si encuentro el contrahechizo.
—Más vale que se dé prisa. Dentro de dos horas lo llamarán para cenar, señor —le informó el capitán.
El Comandante asintió y salió de la guarida hacia la biblioteca. La habitación gris perla de tres pisos albergaba miles de libros en sus grandes y altas estanterías de madera blanca. Miró en casi todas las estanterías, en casi todos los volúmenes de hechizos y sus respectivos contrahechizos. No encontró nada. Solo hechizos antiguos que ya nadie utilizaba.
Estaba sumergido en un libro cuando una mujer rechoncha y joven entró en la sala.
—Señor, la cena está servida —le informó con una pequeña reverencia.
—Ahora voy —suspiró dejando el libro que estaba leyendo en la mesa y salió hacia el comedor. No le gustaba la comida fría.
Mientras comía pensaba en el posible contrahechizo. Tendría que haber uno. Debería de haber uno, pero ¿dónde?