El tridente de Poseidón

Capítulo 26

Lysander seguía sentado delante de la puerta de su habitación con los sentidos en alerta. Sin previo aviso, se escucharon unos pasos en el pasillo. Se acercaban a la habitación de las chicas. 

El capitán se levantó de un salto y, con mucho cuidado, abrió la tabla de madera. Miró a su izquierda y vio a dos hombres armados. Preparó su arma con el silenciador, apuntó y disparó a uno de ellos. 

El hombre cayó al suelo muerto. Su compañero se quedó paralizado, miró a su espalda para hacer frente al pistolero, pero no había nadie. De repente, sintió que algo le pinchaba en el pecho. Se miró asustado y abrió los ojos de par en par al ver alojado en su corazón un cuchillo. Cayó al suelo, encima de su compañero. Lysander volvió a aparecer y entró en la habitación para despertar a su amigo:

—Despierta, necesito ayuda.

—¿Qué pasa? —quiso saber Bastiaan, adormilado. 

—Tenemos que hacer una pequeña limpieza en el pasillo, antes de que alguien lo vea. 

—¿Limpieza? —se levantó de un salto, se dirigió al pasillo y los vio—. ¿Quiénes son?

—Dos mercenarios del Comandante. Fueron directos a la habitación de las chicas. Ya no estoy convencido de que este lugar sea muy seguro —le confesó Lysander al coger a uno de los hombres por debajo de los brazos y arrastrarlo dentro del dormitorio. 

Su amigo cogió al segundo y cerró la puerta detrás de él. 

—¿Qué hacemos ahora con ellos? —preguntó Bastiaan con la respiración entrecortada por el esfuerzo. 

—No lo sé. Mételos en el armario, es el único lugar que se me ocurre ahora mismo. 

—O podríamos transportarlos fuera y dejarlo en un callejón. 

—Sí, eso sería mucho mejor. De acuerdo, vamos allá. Nos vemos detrás del hostal, a la izquierda hay un callejón. Podremos dejarlos allí. 

Bastiaan asintió y desapareció con el hombre. 

—Ya está amaneciendo. ¿Por qué no me has despertado para relevarte? —inquirió Bastiaan dejando al hombre apoyado en la pared, cerca de los contenedores de basura. 

—No tenía sueño. Deberíamos irnos de este lugar —contestó Lysander sacando el cuchillo del pecho del mercenario y lo guardó en la funda de su cintura. 

—Nos seguirán vayamos a donde vayamos. Y no sabemos si el Comandante se ha enterado ya de que estamos aquí. 

—Por esa misma razón deberíamos irnos. Si esos dos se lo han dicho, dentro de unos minutos podría estar aquí y coger a las chicas. 

—Supongo que tienes razón. Está bien. Nos iremos. Iré a avisar a las chicas. Tú avisa a los reyes —Bastiaan desapareció y se dirigió a la habitación de la princesa y la hija del general—. ¿Chicas? ¿Puedo entrar? —preguntó después de llamar a la puerta. 

—Entra. ¿Qué ocurre? —lo interrogó Alysa al verle unas gotitas de sudor que perlaba la frente del capitán. 

—Tenemos que irnos a otro lugar. 

—¿Por qué? 

—Porque saben que estamos aquí y es probable que el Comandante también. 

—¿Y adónde vamos a ir? —quiso saber Seema, asustada. 

—A donde sea, pero no podemos seguir en este lugar. Avisadnos cuando estéis preparadas. 

—Ya lo estamos —dijeron al unísono mientras se quitaban las batas. Estaban totalmente vestidas. 

—¿Habéis dormido con la ropa puesta? —preguntó con sorpresa y, a la vez, orgulloso de ellas. 

—Sabíamos que nos estarían vigilando. 

—Solo era cuestión de tiempo que nos dijerais que teníamos que marcharnos —explicó Seema al coger su mochila. 

—Estoy impresionado. En ese caso, vámonos. 

Lysander salió de la habitación de los reyes y entró en la suya para que el general lo preparase todo para partir. 

Dos minutos más tarde, los dos salieron al pasillo. 

—¿A dónde vamos esta vez, capitanes? —quiso saber el rey abrazando a su esposa e hija. 

—Aún no lo sabemos —contestó el capitán Lysander. 

—Podríamos ir al piso que alquilamos mientras excavábamos los pasadizos, la cueva y la guarida —propuso Bastiaan recordando a la amable pareja. Su amigo no respondió nada, solo desapareció con el rey, el general y la maleta de las armas—. Tomaré eso como un sí —añadió antes de desaparecer con las chicas y las maletas de ellas. 

Aparecieron en la puerta trasera de una gran casa de madera en medio de un enorme prado. Bastiaan miró hacia la ventana de la primera planta. 

—No parece que haya nadie viviendo ahí —apuntó el general entrecerrando los ojos por los rayos del sol. 

—Pues vamos a hacerle una visita al casero. Seguro que se alegra de vernos —Lysander caminó hasta la puerta de entrada que daba a la cocina. 

Llamó al timbre y una pequeña mujer rechoncha, con el pelo canoso y una sonrisa en el rostro les abrió. 

—Señor Ares y señor Aquiles. Qué gusta me da volver a verlos. ¿Qué les trae por aquí?




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