El tridente de Poseidón

Capítulo 28

El gallo de la granja cantó y Armando llamó al timbre del piso que tenía alquilado a los dos capitanes.

—Buenos días. ¿Empezamos la jornada? —saludó Armando emocionado de tener compañía para trabajar. 

—Buenos días. Por supuesto. ¿Por dónde empezamos? —contestó Bastiaan al abrir la puerta. 

—Hay que darle de comer a los animales y hay que ordeñar a las vacas para tener leche en el desayuno —les explicó mientras los hombres bajaban a los establos y las mujeres se iban a la cocina para ayudar a Rita. 

—Buenos días, Rita. ¿En qué podemos ayudarte? —le preguntó la reina mientras se remangaba la blusa que su hija le había dejado. 

—Hay que preparar el desayuno y limpiar la casa. 

—Muy bien. Yo te ayudo con la comida y las chicas que vayan limpiando. Cuando terminemos las ayudamos a ellas. ¿Te parece bien? 

—Me parece estupendo. En el cobertizo tenéis todos los útiles de limpieza, señoritas —las informó la anciana a las muchachas. 

—Señora, sí, señora —respondieron las chicas llevando una mano a la frente para cuadrarse como unos soldados. 

—Soldado Melania, ¡derecha, eh! ¡Marchen! —gritó Alysa con tono grave. 

Desfilaron como los militares hasta que salieron por la puerta para llegar al cobertizo con las risas de Rita y la reina a sus espaldas. 

—Ares, ¿cómo te va con la vaca? —inquirió Armando desde las caballerizas. 

—Pues nos llevamos muy bien, ¿verdad, pequeña? —interrogó a la vaca mientras la acariciaba. 

—¿Y tú, Aquiles? 

—Estupendamente. Las cabras y yo nos llevamos de maravilla —respondió Bastiaan dando el biberón a una pequeña cabritilla. 

—Me alegro. Parece que lo habéis hecho toda la vida. 

***

El Comandante entró en la guarida a toda mecha, después de que un soldado lo despertara para decirle que era posible que hubieran encontrado la entrada a la madriguera de las ratas. 

—Decidme que hemos encontrado algo. 

Los constructores pararon de dar martillazos para mirarlo con las frentes perladas por el sudor. 

—Creemos que sí, señor —le contestó uno de ellos mientras se limpiaba el sudor con un pañuelo que sacó del bolsillo del pantalón—. Aquí hay algo extraño —el hombre se acercó al hueco de la chimenea—. ¿Lo ve? 

—¿Qué se supone que tengo que ver? 

—Mire aquí. ¿No le parece raro? —le dijo señalando por dentro del hueco de la chimenea. 

—No, solo es una chimenea. 

—No, señor. No lo es. Es una ilusión. Parece que hay una pared para el hueco de la leña, pero no la hay. Es como si hubiera un pasadizo o algo así. 

—¿Un pasadizo? Por fin. Al fin lo hemos encontrado —se alegró el Comandante al acercarse a verlo desde más cerca—. Llamad al experto, que venga inmediatamente —ordenó a un soldado. 

Éste no perdió el tiempo. Salió corriendo por el pasadizo hasta las mazmorras y llamó a Conrad, el experto en las puertas ocultas. 

Diez minutos más tarde, el soldado y el experto entraron en la guarida derrumbada. 

—¿Me ha llamado, señor? —preguntó el experto. 

—Quiero que abras la puerta cuanto antes. 

—¿Qué puerta, señor? —Conrad miró a su alrededor para buscar la puerta, pero no vio ninguna. 

—Tiene que estar en el hueco de la chimenea —respondió señalando a la ilusión de la pared que los capitanes habían hecho. 

—Muy bien, señor. Preparo la máquina y me pongo a ello. 

El Comandante asintió con energía mientras se frotaba las manos y dedicaba a todos los presentes una gran sonrisa de oreja a oreja. «Ya mismo os voy a coger, ratas bastardas». Se sentó en el sofá y observó al hombre mientras se preparaba. 

El capitán Corban entró en la guarida y se dirigió al Comandante:

—Señor, me han anunciado que le diga que su maleta ya está preparada para el viaje. 

—Estupendo. 

—¿Qué viaje, señor? —quiso saber el capitán con confusión. 

—Voy a ir a ver al rey Neo y a su hija, la princesa Casia. 

—Podría aprovechar para convencer al rey para que se una a usted. 

—No quiero ni necesito ningún socio. Lo que sí necesito es una reina para cuando sea el soberano del Nuevo Mundo. 

—Por supuesto, señor —dijo el capitán con una reverencia antes de marcharse.

El experto terminó de encender la máquina y comenzó a pasarla por la pared de la chimenea para encontrar la puerta invisible. La máquina pitó sin parar en el hueco de la chimenea y el Comandante desvió la mirada hacia la pared con los ojos muy abiertos. «Ahí estáis, ratitas», pensó con una sonrisa de oreja a oreja. 

—Ábrela. 

El experto dejó la máquina a un lado y cogió sus herramientas. Pasó el spray por la pared y la puerta apareció delante de ellos. Una puerta negra con una doble cerradura apareció. El hombre dijo los contrahechizos que creyó oportunos y las cerraduras se abrieron. 




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