La casa estaba en silencio cuando Bastiaan recobró la consciencia.
—¿Qué ha pasado? —preguntó sin saber dónde estaba. La cabeza le dolía.
—Nos han atacado. Han volado la casa —contestó su compañero dando vueltas por el búnker, nervioso.
—¿Dónde estamos?
—En el búnker de Rita y Armando. Por suerte para nosotros tienen uno.
Bastiaan se incorporó y buscó a la princesa.
—¿Dónde están las chicas? —inquirió con una mueca de dolor.
—Se han entregado. Se fueron con el Comandante.
—¡¿Qué?! No es momento para hacer bromas, Lysander.
—No estoy bromeando. Se fueron con él para salvarnos a todos.
—Tenemos que ir a por ellas —dijo el capitán al ponerse de pie con cuidado.
—¿Crees que no lo sé? ¿Cómo entramos sin que nos vean? Todos los pasadizos están vigilados.
—Pues algo hay que hacer. Si consigue el tridente, las chicas ya no le harán falta y las matarán.
La reina se echó a llorar en los brazos de su marido al recibir ese cubo de agua fría que le hacía regresar a la realidad de lo que pasaba.
—Tenemos que conseguir hablar con nuestro espía. Es nuestra única esperanza —dijo Bastiaan mirando a la derrumbada reina.
Unos pasos se escucharon sobre los escombros de la casa y todos se quedaron callados, agarrando cualquier cosa que les sirviera como arma.
—¿Hola? ¿Hay algún superviviente? —gritó una voz masculina—. ¿Hola? ¿Capitanes? ¿General? ¿Majestades? ¿Me oye alguien? ¡Soy amigo, no enemigo! Me envía su espía —bajó la voz—. ¿Cómo me dijo que le dijera? —pensó unos segundos—. Ah, sí. ¡Me envía C! ¿Me escucha alguien?
Al oír el nombre de quién lo enviaba, los capitanes se miraron anonadados. Guardaron las armas, aunque no mucho por si acaso, se acercaron a la puerta del búnker y la abrieron poco a poco.
—¿Hola? —gritó otra vez la voz masculina.
El suelo bajo sus pies tembló y unos cuantos escombros cayeron a los lados de lo que parecía una trampilla. Se llevó la mano a la pistola y esperó a que alguien saliera. Bastiaan fue el primero en salir. El hombre suspiró aliviado al verlos a todos con vida y los ayudó.
—Capitán Bastiaan —lo saludó mientras le ofrecía la mano.
—Detective. No sabía que trabajaba para C.
—No es bueno que lo sepan. Los dos nos meteríamos en problemas.
—¿Por qué le ha enviado?
—Para ayudarlos, por supuesto. Me ha dado indicaciones de cómo entrar en palacio sin ser vistos u oídos.
—Bien. ¿A qué estamos esperando? —preguntó Lysander cargando la pistola.
—Hay que poner a los reyes a salvo. Y a esas personas también —dijo al señalar a los ancianos.
Se pusieron en marcha y dejaron a los reyes escondidos y a salvo junto a Rita y Armando en la oficina del detective.
—No tardaremos en volver con vuestras coronas, majestades —les informó el detective antes de cerrar la puerta de la oficina con la llave.
—Bien, guíanos —lo apremiaron los capitanes al unísono terminando de colocarse la funda de la pistola en el cinturón.
Los cuatro hombres entraron por un pequeño foso de piedra que daba al sótano de la cocina del palacio. El detective les entregó uniformes de soldados: pantalones básicos de camuflaje azul y una chaqueta del mismo color. Les hizo señas para que no hablaran, ya que había micrófonos en todo el palacio y el Comandante los oiría.
—Las chicas estarán en la sala del tridente —supuso Bastiaan mediante signos.
—Vamos allá —respondió el detective terminando de ajustarse el cinturón para ponerse en marcha.
Salieron al pasillo y caminaron hasta las puertas dobles de la sala del tridente. Apoyaron la oreja en las puertas y escucharon con atención.
—Me alegra veros aquí. Seréis los primeros testigos de mi dominio y mi poder —les anunció el Comandante a las chicas—. Entregadme los anillos.
Las jóvenes se quitaron las alhajas y, con lágrimas en los ojos, los entregaron.
El Comandante se alejó de ellas y se dirigió al altar del tridente para ponerlos en sus respectivos lugares. El altar rectangular de mármol blanco, con intrincados dibujos y varias ranuras no parecía guardar nada.
Los anillos se iluminaron dejando ver una inscripción que tenía que leerse para poder coger el tridente y no morir en el intento.
—Bien, joya mía —llamó a Seema al alargar la mano hacia ella para acercarla al altar—. Lee la inscripción.
—Cuando sepa que todos están vivos —contestó la joven con determinación.
—Tendrás que conformarte con mi palabra. Lee la inscripción si no quieres que cambie de opinión.
Seema se levantó despacio con los ojos llorosos e hinchados. Las piernas le temblaban como si fueran gelatina. Se acercó lentamente hasta el altar, se agachó para sentarse en los fríos y blancos escalones y leyó la inscripción para sí misma.