La niebla aún no se había disipado del todo cuando los gritos del último enemigo se apagaron en el mar.
El Tempestad Negra flotaba junto al barco saqueado, sus velas negras aún extendidas como alas de cuervo. El agua estaba teñida de rojo. Astillas, cuerpos y barriles rotos se mecían entre las olas mientras los hombres de Kael Draven caminaban sobre las cubiertas del buque enemigo, cargando cofres, armas y ron.
Kael, de pie entre los restos humeantes, observaba con sus ojos grises la carnicería que él mismo había comandado.
—Revisen las bodegas. Todo. Si hay oro, lo quiero. Si hay esclavos, mátenlos. —dijo, su voz grave como una tormenta que no necesita truenos para imponer respeto.
Dos hombres regresaron minutos después, pálidos.
—C-capitán… hay algo... abajo. Una pecera. Gigante. Y... algo adentro. No es un pez.
Kael frunció el ceño. Bajó las escaleras resbaladizas con pasos pesados, cada tablón de madera crujiendo bajo sus botas mojadas. La bodega olía a sal, madera podrida y sangre.
Y entonces lo vio.
Era una jaula de cristal, un cilindro inmenso reforzado con hierro negro, de al menos dos metros de alto, lleno de agua verde azulada que brillaba tenuemente con una luz extraña. Alguna clase de hechicería menor. Dentro, flotaba una figura.
Al principio, pensó que era una escultura. Un cuerpo esculpido por los dioses: piel pálida, casi luminosa, cabello largo y ondulado que flotaba como algas doradas, y ojos cerrados bajo pestañas espesas.
Y debajo de la cintura… escamas. Escamas verdes, profundas, brillantes como esmeraldas. Una cola poderosa, con aletas que se agitaban suavemente en el agua.
Un tritón. Una criatura de leyenda. Un mito vivo.
Y estaba encadenado.
Kael se acercó lentamente. Apoyó una mano sobre el cristal, frío como la muerte. Dentro, los ojos del tritón se abrieron de golpe.
Eran plateados. Como la luna. Como cuchillos.
Y le miraban directo al alma.
El silencio se quebró. El agua vibró, y una nota… un canto ahogado, bajo, apenas perceptible… llenó el aire. Era un susurro. Una melodía.
Kael se tambaleó un segundo. La cabeza le zumbó. El canto no era solo música; era una emoción. Dolor. Rabia. Libertad.
—Sáquenlo de ahí. —dijo al fin, su voz ronca.
—¿Q-qué? ¿Sacarlo? Capitán, eso podría matarnos. ¡Los tritones son peligrosos! Lo venderemos, los nobles pagan fortunas por uno—
—He dicho que lo saquen. Ahora.
Los hombres obedecieron a regañadientes. Activaron una palanca oculta, drenando parte del agua. El cristal se abrió con un sonido sordo. El cuerpo del tritón cayó al suelo mojado, como una joya arrojada en el barro.
Aeris se arrastró, escupiendo agua, con cadenas de plata envolviendo su torso. Su respiración era dificultosa. La cola golpeaba el suelo con fuerza, y los ojos brillaban con furia.
—¿Quién eres? —preguntó Kael, bajando la voz, casi con curiosidad. Nunca había hablado con una criatura del mar.
El tritón le escupió sangre salada a los pies.
Kael sonrió. No de burla. De respeto.
Los dos se quedaron allí, uno armado hasta los dientes y el otro desnudo, herido y orgulloso. Dos seres de mundos opuestos, unidos en ese instante por algo que ninguno entendía todavía.
Una tormenta se levantó afuera, repentina.
Y el mar rugió. Como si acabara de despertar.