El rugido de la tormenta quedó atrás, como un recuerdo pegajoso. El Tempestad Negra cortaba las aguas con la calma de un depredador saciado. En la cubierta, los hombres cantaban y bebían tras la victoria, intentando olvidar los cuerpos que el mar se había tragado horas antes.
Pero en el camarote del capitán no había risas, solo un silencio tenso.
Kael estaba sentado en su silla, las botas apoyadas en la mesa. Un farol oscilaba con el vaivén del barco, proyectando sombras doradas en las paredes de madera. Frente a él, sobre una plataforma improvisada con tablones reforzados, crearon una pecera improvisada para Aeris.
El tritón flotaba apoyado contra el cristal, su respiración aún irregular, las escamas opacas por la herida que lo atravesaba en el costado. No había rastro de arrogancia en su postura; lo único que quedaba era la obstinación de no cerrar los ojos, como si dormir significara rendirse.
Kael lo observaba en silencio, girando un cuchillo entre los dedos.
—Un comerciante pagaría una fortuna por ti —dijo finalmente, sin levantar la voz—. Podría venderte a un rey, a un noble, a un coleccionista enfermo. Serías su trofeo, su rareza más preciada.
Aeris abrió los ojos apenas, y lo miró con desprecio.
—Entonces mátame ahora —susurró con la voz áspera—. Sería un destino más digno.
Kael entrecerró los ojos, sin inmutarse.
—¿Tan rápido quieres que acabe tu historia? —clavó el cuchillo en la mesa, a centímetros de su mano—. No. Todavía no.
La puerta se abrió de golpe. Era Daren, el primer oficial, un hombre fornido con barba descuidada y ojos curtidos por años de mar.
—Capitán, los hombres preguntan qué haremos con la criatura —dijo con tono receloso—. No les gusta tenerlo aquí. Dicen que trae mala suerte.
Kael giró la cabeza lentamente hacia él.
—El botín se queda —respondió con firmeza.
—¿Y si intenta matarnos? —Daren frunció el ceño, cruzándose de brazos—. Es un monstruo, Kael.
Kael se puso de pie, alto e imponente, y caminó hasta quedar frente al cristal. Aeris lo miraba, herido, agotado, pero con ese brillo inquebrantable en los ojos.
—No, Daren —dijo Kael en un murmullo cargado de autoridad—. Esto no es un monstruo. Esto es poder.
La sala quedó en silencio.
—Y el poder, en el mar, siempre se paga caro.
Y con un movimiento de mano que hace Kael, le indica a Daren que podía irse.
Aeris lo sostuvo la mirada, respirando con dificultad. Una chispa de rabia… y miedo… cruzó por sus ojos.
Kael ladeó la cabeza, como si estuviera evaluando un mapa encriptado.
—Miedo y orgullo en la misma mirada —murmuró—. Curiosa combinación.
El tritón cerró los labios con fuerza, como si las palabras fueran veneno que prefería tragar. Se giró un poco en el agua, intentando apartarse del cristal, pero el dolor en su costado lo traicionó. Un quejido bajo, involuntario, escapó de su garganta.
Kael tomó un pañuelo y se acercó.
—No me toques —la voz de Aeris fue un gruñido bajo, cargado de rencor.
Kael arqueó una ceja.
—¿Prefieres desangrarte?
El paño rozó su piel húmeda y escamosa, y Aeris se estremeció violentamente. No era dolor como tal: era que cada fibra de su ser rechazaba ese contacto extraño, seco, humano.
—¡Idiota! —escupió Aeris, apartándose—. ¡No sabes lo que haces! ¡Tu tela me quema!
Kael retiró la mano de golpe, sorprendido. El paño estaba manchado de un líquido más espeso que la sangre, de un color azul oscuro.
—…interesante —murmuró, observando el tejido brilloso—. Así que los tritones sangran distinto.
Aeris respiraba con dificultad, apoyándose en el cristal, los ojos entrecerrados.
—Tu intento de ayuda… no sirve para mí —dijo con voz ronca—. Mis heridas no sanan como las tuyas.
—Entonces dime cómo hacerlo. —Kael se inclinó hacia él, tan cerca que su voz se volvió un susurro firme—. No dejaré que mi botín muera en mi barco.
Los labios de Aeris temblaron, dudando. Orgullo y necesidad se cruzaban en su mirada.
—El agua… —murmuró por fin, con un hilo de voz—. Debe ser salada....Déjame en el mar, y sanaré.
Kael soltó una carcajada grave, sin apartar los ojos de los suyos.
—¿Crees que voy a arrojarte de vuelta para que escapes nadando? —Sus dedos rozaron la madera junto al cristal, firme,—. No soy tan ingenuo.
Aeris apretó los dientes, con furia y… miedo.
—Entonces mírame pudrirme en tu pecera —espetó.
Kael no respondió de inmediato. Lo observó, con esa mezcla de fascinación y cálculo, y luego habló despacio:
—Encontraremos otra forma. No me importa si tengo que aprender a curarte con mis propias manos. —Su mirada se volvió más intensa, como un filo de acero—. Porque no vas a morir. Eres mío ahora.
Los ojos de Aeris se abrieron un instante más, El silencio se volvió espeso, cargado. Ambos permanecieron allí, el cristal separándolos, sus manos casi enfrentadas a través de la superficie húmeda.
La tormenta afuera se había disipado. Pero dentro del camarote del capitán, otra estaba comenzando.