Aeris descansaba dentro de la pecera improvisada, construida a toda prisa con tablones reforzados y cristales de reserva. El agua le cubría hasta el pecho; sus escamas brillaban con un tenue reflejo bajo la luz de las lámparas. Estaba débil, respirando con esfuerzo, aunque su mirada seguía fija en Kael con un orgullo que no cedía.
Kael se inclinó hacia adelante, con los codos apoyados en el borde del vidrio. Lo observó largo rato, sin hablar, hasta que soltó una frase seca:
—Si sigues sangrando así, no llegarás al amanecer.
Aeris apretó los dientes.
—Lo sé.
—Entonces dime qué necesitas para no morirte en mi barco.
El tritón dudó. Podía callar y dejar que la herida siguiera su curso, pero aquello sería darle la victoria al pirata. Y, aunque lo odiara, tampoco quería extinguirse así, Respiró hondo, su voz salió grave, quebrada:
—Algas. De rocas poco profundas. Verdes con vetas azuladas. Si las trituras y aplicas, la carne cierra más rápido, son algas que usamos los tritones y sirenas cuando alguien está herido
Kael se inclinó un poco hacia adelante, apoyando una mano sobre el borde de la pecera.
—¿Y cómo sé que no intentas engañarme? ¿Qué no es algún truco para hacerme perder tiempo?
—¿Y qué gano yo con morir desangrado aquí? —replicó Aeris con un dejo de ironía amarga—. Créeme, pirata, no estoy en posición de hacerme el astuto.
Kael arqueó una ceja, divertido por el tono desafiante pese a la debilidad evidente. Luego asintió apenas, aceptando la lógica.
Hubo un silencio. La tensión se sostuvo en el aire, densa, hasta que Kael habló con calma:
—Curioso. Hablas, das órdenes, me dices qué hacer… y sin embargo ni siquiera sé cómo llamarte.
Aeris lo miró fijo, los labios apretados. Guardó silencio unos segundos, como si aquella petición fuese un golpe directo a su orgullo. Finalmente murmuró, con voz baja pero clara:
—Aeris.
El capitán ladeó la cabeza.
—Aeris… —repitió despacio, como probando su peso—. No está mal.
—No te equivoques, no lo dije para complacerte —gruñó el tritón—. Solo porque necesitas un nombre al que gritar cuando me muera, ¿no?
Kael soltó una carcajada breve, ronca, que retumbó en la cabina.
—Tienes una lengua afilada incluso herido. Me gusta.
El pirata estiró la mano y golpeó suavemente el borde de la pecera.
—Yo soy Kael. Capitán del Tempestad Negra. El hombre que no piensa dejar que un tesoro como tú estire la aleta fácilmente.
Los ojos de Aeris brillaron con un destello que mezclaba rabia y confusión.
—No soy tu tesoro.
Kael sonrió, ladeado, con ese aire peligroso que siempre lo acompañaba.
—no es una pregunta, es un hecho.
Por primera vez, Aeris apartó la mirada, agotado. La herida ardía y cada respiro le costaba. Sin embargo, la sombra de un pensamiento le recorrió la mente: al menos ahora sabía cómo se llamaba aquel hombre que decidiría su destino.
Kael, en cambio, se enderezó y llamó a un par de marineros, dándoles una breve descripción sobre las algas.
—Mañana mismo partimos hacia las islas bajas. Busquen esas algas o no respondo por lo que pase.
Cuando la puerta se cerró y volvieron a quedarse solos, Aeris habló casi en un susurro, sin mirarlo:
—No lo haces por mí. Lo haces porque no quieres perder lo que crees tuyo.
Kael, apoyado contra la mesa, lo observó con intensidad.
—¿Y acaso no es lo mismo?
El silencio volvió a caer entre ellos, espeso como el agua de la pecera. Fuera, las olas golpeaban con furia contra el casco, pero en ese camarote solo reinaba la extraña calma de dos enemigos obligados a confiar, aunque fuera un poco, el uno en el otro.
Kael rompió el silencio, con esa voz grave que siempre sonaba más a orden que a pregunta:
—Aeris… ¿cómo terminaste en ese barco de mercenarios? No me pareces del tipo que se deja atrapar tan fácilmente.
El tritón le sostuvo la mirada, los ojos llenos de una chispa amarga.
—No me “dejé”. Me cazaron.
—¿Cazado? —Kael arqueó una ceja, inclinándose un poco hacia él.— Sé que cualquiera daría su vida por atrapar a un tritón. Son Raros, valiosos… demasiado tentadores para dejar pasar la oportunidad.
—Para ustedes los humanos, solo soy una criatura para encadenar, vender al mejor postor, o mostrar en una jaula—Aeris apretó los labios, con rabia contenida.
Kael no lo interrumpió. Solo lo observaba, atento.
—Ellos… —continuó Aeris— me tendieron una red cerca de los arrecifes del sur. Mi error fue acercarme demasiado a la superficie. Y desde entonces… cadenas. Oscuridad. Hasta que tú llegaste con tus cañones.
Hubo un instante de silencio. La voz del tritón había resonado áspera, pero también con un dejo de vulnerabilidad que Kael notó de inmediato.
El pirata apoyó un brazo en el vidrio de la pecera nuevamente, su mirada clavada en él.
—Entonces me debes un favor. Si no hubiera hundido a esos perros, ahora mismo seguirías encadenado en sus bodegas.
Aeris lo fulminó con la mirada, la cola agitándose débilmente en el agua.
—No lo hiciste precisamente para "rescatarme".
El capitán sonrió de lado, divertido por la resistencia de aquel ser.
—Tal vez no. Pero aquí estás. Y a diferencia de ellos, yo no pongo cadenas… todavía.
—Todavía —repitió Aeris, con ironía amarga—. Lo dices como si fuera un privilegio estar aquí, encerrado en esta pequeña pecera.
Kael se encogió de hombros, sin perder la calma.
—Me gusta saber qué tengo entre manos. Y tú, Aeris… eres un misterio demasiado grande como para dejarte escapar sin saber un poco más.
El tritón no contestó. Se giró ligeramente, recostando la cabeza contra el borde de la pecera, exhausto. Pero aunque cerró los ojos un instante, su voz sonó clara:
—No te confundas. En cuanto sane, me iré.
Kael, sin apartar la vista, sonrió con esa mezcla peligrosa de certeza y desafío.