Las Islas Bajas emergían del horizonte, manglares que apenas se mantenían a flote. No había puertos ni aldeas, solo arrecifes traicioneros y bancos de arena. Perfecto para esconderse… o para naufragar.
El Tempestad Negra se deslizó con cautela entre las aguas poco profundas. La tripulación murmuraba, inquieta por el riesgo de encallar. Kael, en la proa, mantenía los ojos fijos en las aguas turquesa, mientras detrás de él, en la pecera improvisada, Aeris respiraba con dificultad.
—¿Estás seguro de que aquí las encontraré? —gruñó Kael, sin apartar la vista del mar.
Aeris, apoyado en el cristal húmedo, alzó la barbilla con orgullo aunque sus fuerzas le flaqueaban.
—Las algas crecen solo en grietas profundas de estas aguas. Si no tienes el valor de sumergirte, regresa a tu barco y déjame morir.
Kael arqueó una ceja.
—¿Y regalarle mi tesoro al mar? Ni lo sueñes.
Ordenó echar el ancla. Dos marineros bajaron con redes, pero pronto salieron a la superficie con las manos vacías. Kael no esperó más, si quería que algo saliera bien, debía hacerlo el mismo. Se lanzó al agua con cuchillo en mano. El agua estaba helada y clara, los arrecifes cortaban como espadas. Tras varios minutos y con algunos cortes menores en los brazos, emergió con un puñado de algas brillantes, de un verde azulado que parecía pulsar con vida.
De vuelta en cubierta, empapado y con el ceño fruncido, dejó caer las algas frente a Aeris.
—¿Son estas?
El tritón extendió una mano. Sus dedos rozaron las algas y un leve resplandor las recorrió.
—Sí… estas bastarán. —Lo dijo a regañadientes, como si le pesara aceptar la ayuda.
Kael observó cómo Aeris trituraba las algas entre sus manos, dejándolas liberar un jugo iridiscente que aplicó sobre las heridas de sus costillas. Un aroma salado y metálico se extendió en el aire. Poco a poco, la respiración del tritón se volvió más estable.
—No me has dicho de dónde vienes —dijo Kael de pronto, cruzándose de brazos.
Aeris lo miró de reojo.
—Y tú no me has dicho por qué me mantienes vivo.
Un silencio cargado se extendió entre los dos. Los marineros observaban de lejos, sin atreverse a interrumpir.
Kael sonrió apenas, esa media sonrisa peligrosa que ponía nerviosos incluso a los suyos.
—Porque quiero saber qué secretos guarda un tritón.
Los ojos de Aeris chispearon de rabia y orgullo, pero antes de responder, un vigía gritó desde lo alto del mástil:
—¡Barco a la vista! ¡Al noreste!
Kael giró, su expresión endureciéndose al instante. El barco que se acercaba era inconfundible: velas rojas, como llamas contra el cielo.
—Maldita sea… —murmuró uno de sus hombres—. Es El Fénix Carmesí…
Aeris frunció el ceño.
—¿Lo conoces?
Kael apretó la mandíbula, sus ojos clavados en el barco enemigo que se acercaba con rapidez.
—Claro que lo conozco. Es de Dorian Veyl, el único bastardo que ha intentado hundirme más de una vez.
Al ver qué el barco comenzaba a acercarse, Kael se gira a sus tripulantes.
—¡Ocúltenlo! —ordenó Kael con voz cortante.
De inmediato, dos marineros arrastraron la pecera improvisada hacia la bodega. Aeris forcejeó, intenta alejar a los dos hombres.
—¡No me encierres como un animal! —protestó, con un destello de furia en los ojos.
Kael se inclinó sobre él, lo suficientemente cerca para que Aeris pudiera sentir el calor de su voz.
—Escúchame, tritón. Si Dorian pone un pie aquí y te ve, no durarás ni un suspiro. Te vendería por oro antes de que pudieras abrir la boca.
Aeris apretó los labios, el orgullo en su mirada. Al final, desvió la vista y permitió que lo bajaran.
La cubierta quedó en silencio justo cuando el Fénix Carmesí se alineó con el Tempestad Negra. Ganchos de abordaje crujieron contra la madera y, sin esperar permiso, una figura alta y vestida de rojo saltó a cubierta con la gracia de un depredador.
—¡Kael! —la voz de Dorian Veyl resonó como un cuchillo envuelto en miel. Su abrigo carmesí ondeaba al viento, y en su sonrisa había veneno—. ¿Qué milagro traen las Islas Bajas, que te hace arriesgar tu pellejo aquí?
Kael no se movió, las manos relajadas en el cinturón donde descansaban sus armas.
—Dorian. Qué sorpresa desagradable. Pensé que habías aprendido la última vez.
Dorian rió suavemente, paseando la mirada por la cubierta del Tempestad Negra como un invitado que inspecciona la casa de un rival.
—Aprender… sí. Aprendí que tu barco aún no se ha ido al fondo. Y que todavía eres tan celoso con tus secretos como siempre.
Kael entrecerró los ojos.
—Si vienes a desafiarme, dilo de frente. No me gustan las serpientes que se arrastran con sonrisas.
Dorian se acercó un paso más, bajando la voz solo para él.
—No necesito desafiarte, Kael. Puedo deducir que estás escondido algo. Tus hombres sudan nerviosos… y tu mirada, aunque intentes ocultarlo, delata que proteges algo.
El silencio en cubierta se volvió más pesado. Kael sonrió de medio lado, una sonrisa que no alcanzaba los ojos.
—Lo único que protejo es mi barco y créeme, Dorian… no quieres meterte con ninguno de los dos
Por un instante, los dos capitanes se enfrentaron, el aire cargado de tensión, como un duelo aún no declarado. Dorian desvía la mirada al suelo detrás de Kael, y logra ver un trozo de alga.
Dorian ladeó la cabeza, casi divertido.
—Oh, Kael… algún día descubriré qué guardas con tanto celo. Y ese día, será mío y tú y tu barco, no existirán más.
Con un ademán teatral, retrocedió hacia el borde de la cubierta y, con un salto ágil, volvió a su barco. Las cuerdas de abordaje se soltaron, y el Fénix Carmesí comenzó a alejarse lentamente.
Dorian suelta una risita entre dientes, mira pensativo el barco de Kael mientras se aleja.
—Para qué necesitarías algas sanadoras?— murmuró para sí mismo.
Kael permaneció de pie, mirando cómo el barco enemigo se perdía en el horizonte. No dijo nada durante un largo rato. Solo cuando el silencio se volvió insoportable, habló entre dientes: