El Trono de Huesos

Décimo Tercer hechizo: Libertad

Radimir, desde su sótano, trabajaba en la noche utilizando un extraño artefacto y pergaminos, mismos que estaba llenando con poderosos conjuros que drenaban todo su mana con tan sólo una docena de ellos.

Agotado, el hombre tomaba una poción de mana, respiraba profundo y continuaba. Aunque el poder mágico regresaba, algo no parecía estar bien, pues se le notaba muy cansado, con grandes ojeras y piel extremadamente pálida, cuyos labios blancos se podían notar a leguas.

Aun así, el hombre no paraba. Él seguía fabricando aquellos pergaminos con hechizos, alternando el poder de su artefacto que generaba unas esferas de cristal, las cuales parecían absorber los pergaminos una vez terminados.

Sarutobi, quien estaba muy preocupado por su amigo, bajó a ver cómo seguía, hallado el mago en el suelo, con una mano sobre la mesa y otra en el suelo, regadas por todas partes las esferas producidas por el artefacto. Era evidente que el hombre estaba cansado en su totalidad, que sus energías no podían para más, por lo que el can corrió hacia él, tocado para hablarle.

— ¡Con un demonio, Radimir! Para de una vez. Vas a morir antes que la bruja llegue —regañó el perro al humano, respondido con una débil sonrisa y una mirada caída del hombre.

—Estaré bien. Ya terminé por el día de hoy. No usaré más magia hasta mañana, lo prometo —enunció Radimir al tratar de ponerse de pie, acción que falló, sostenido por Sarutobi, cargado el mago en su lomo.

— ¡Estúpido! El mana de este mundo es una mierda. Aunque lo recuperes con las pociones, sabes que el aura también se desgasta un poco. Si no hay mana, ¿qué te hace pensar que el aura abunda?

—Nadie sabe de dónde viene el aura…

— ¡Claro que sí! De la influencia de los Dioses. De Pridhreghdi, pero este mundo es famoso por carecer de todo ello. Te lo advirtieron al llegar —regañó Sarutobi, puesto de pie con dificultad Radimir luego de eso.

—Esas son suposiciones. Iré a dormir, la revolución de Doly será hoy en la tarde. No podemos faltar.

—Creo que estaría bien que no fueras —expresó el can, extrañado su amigo de oír eso.

— ¿Por qué?

— ¿Y todavía preguntas, imbécil? ¡Mira tu estado! Estoy seguro que vas a querer lanzar un hechizo si las cosas salen mal. Erick la está ayudando y yo también, no necesitas presentarte, sólo hacerle saber a tu heredera que la apoyas —explicó el perro, cosa que consiguió una sonrisa brillante en el hombre.

—Es cierto, creo que es todo lo que ella necesita. Ya es muy fuerte, pero me parece que no puedo perderme este evento —replicó, cosa que molestó al sabueso—. Lo prometo —rectificó el mago—, prometo no usar magia a menos que sea de vida o muerte —lo dicho alegró un poco a Sarutobi, escoltado el mago hasta su cama, en donde podría descansar sin problemas durante el resto de la mañana.

—Eres un idiota, Radimir. Por favor, no le hagas esto a los que te amamos.

— ¿Qué cosa?

—Suicidarte —terminó de decir el perro para luego abandonar la habitación del hombre. Aquella era completamente aparatosa, llena de libros, cuadros, un peinador elegante, una cama esplendorosa con un gran velo y un techo estrellado animado que mostraba la constelación de su hogar, Ttetain.

Radimir, pensativo, miró las estrellas y recordó todo lo que había pasado hasta entonces, dirigida luego su mirada al libro que se hallaba por encima de su peinador, colocado aquel sobre una bella base de cristalería negra. La imagen blanca, dorada y purpura del tomo resaltaba entre todo lo cercano.

Una lágrima fue derramada por el hombre, luego expulsado un suspiro, para finalmente apretar el semblante, decidido.

—Voy a ganar —dijo para sí mismo, cerrados sus ojos al momento, caído en un profundo sueño.

Por su parte, Erick, Tomás y Dolores preparaban todo para el evento femenil, mismo que iba a estar conducido por la aprendiz, y aunque le gustaría que sus amigos la acompañasen, entendían que era algo que ella debía hacer sola por el momento.

—Llevaremos todo al lugar junto con Frank. Ahí el maestro y tú podrán hacer uso de ello —explicó el violinista, cosa que agradeció la chica.

—Es una lastima que Rebel se halla tenido que ir. Me hubiera gustado que estuviera aquí para ver esto. Él siempre mencionaba las injusticias que vivían las mujeres cercanas a él —agregó Erick a la par que acomodaba algunas cosas en la camioneta de Frank.

—Lo sé, pero le está yendo bien con su arte. No es justo que lo molestemos con nuestros problemas, mucho menos cuando es una lucha que debo llevar yo por mi cuenta —expresó Dolores, animada.

—Oye, sé que esto es propio de las mujeres hacerlo, pero me siento un inútil al no poder ayudarte en más. ¿Segura que es lo correcto?

—Sí, Erick. No es que no quiera tu ayuda, pero no es tu lucha. Ayudas más no poniéndote en mi camino, ni en el de las demás chicas, y no lo digo como estorbo, sino como impedimento. Los hombres, en este caso, ayudan muchísimo más al dejar que nosotras pasemos y ganemos nuestra batalla. Ya sólo les va a tocar abrazar el resultado y felicitarnos —extenuó la chica, alegrado Erick de decir eso.

—No te preocupes, pequeño. Veremos todo desde la tv, y si sale algo mal, vivo cerca. Podemos auxiliar a Dolores en cualquier momento —expresó tiernamente el mayor, cosa que sonrojó a Erick.

— ¡Oww! Te dice «pequeño». ¿Acaso no es lindo?

— ¡Deja de molestarme, Dol! —Exclamó el chico, terminado todo de empacar.

Al momento, se presentó Sarutobi en el sitio, acompañado por Dolores hasta su hogar, no sin antes despedirse de la pareja de hombres, deseada la mejor de la suertes a su amiga en su cruzada.

Camino a casa, el can se acercó a Dolores para hablarle, un tanto preocupado.

— ¿Estás nerviosa?

— ¿No es obvio? —Cuestionó la chica, cosa que hizo reír al can.

— ¡Cierto! Mas bien, ¿te encuentras lista?




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